Xabier R. Blanco
CLAVE GALICIA
"Y ahora desperdiciaros por ahí"
LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ
Un muerto cuenta más que un vivo. La ciudad es más suya que nuestra. Ellos son los verdaderos habitantes de esta cosa que llamamos Auria. Como en cualquier sitio, el río de difuntos previo es el verdadero responsable de todo lo que pueden beneficiarse los vivos. Porque los vivos son siempre unos mindundis disfrutadores ocupados en asuntos fáciles. El talento lo tienen los muertos. Y los muertos son, por regla general, bastante discretos, y no hay que sufrirlos, como tenemos que sufrir a tanto vivo encantado de conocerse, que son muy cansinos, aportan muy poco y molestan mucho. Pensemos en todo lo rescatable de Auria: la Catedral, las Burgas, el puente romano. Todo ha sido hecho por muertos. Los vivos hacen muy poquito y es casi siempre de muy poca calidad. Sobre todo lo que hacen los vivos de ahora. Por eso es una alegría que la mejor colina de la ciudad, el cementerio de San Francisco, sea para los que ya no están. Desde allí se dominan unas vistas estupendas. Los difuntos se merecen todo. Los vivos, constructores incluídos, deberían dejarlos en paz.
También andan por aquí Pedrayo, Blanco Amor, Xocas, Valente. Si pillo el cementerio abierto, paso un rato a verlos
La cosa extraña de la vida se hace más rara cuando aparece la cosa rara de la muerte. Los vivos no se llevan nada bien con ella. Hay quien se ocupa de tenerla presente, para aprovechar más la vida en esta forma humana y para recordar que, en realidad, somos inmortales porque todas las muertes confluyen en nosotros. Por eso se dejan mementos escritos y se hace el asunto del arte. Es todo un continuo recordar cuando pasamos cerca del cementerio. Recordar que debemos bajar la voz. Recordar que debemos descubrirnos la cabeza. Recordar la cosa del persignarse. Recordar una oración breve. En la puerta de entrada del cementerio, bajo una calavera con dos huesos cruzados está tallado un memento poderoso: “El término de la vida aquí lo veis; el destino del alma según obréis”, algo que me impactaba de niño y me sigue consolando ahora.
Aquí dentro están Papá y los abuelos. Y en capas más profundas, los muertos más antiguos que están vivos en mí. También andan por aquí Pedrayo, Blanco Amor, Xocas, Valente. Si pillo el cementerio abierto, paso un rato a verlos, aunque hace tiempo que sé que los difuntos están en todas partes y en todos los cuerpos, que todos, hombres, insectos, micelio y roca, somos la misma sustancia y parte de una vida idéntica y múltiple, la de nuestro planeta caliente. Eso hay que pensarlo cuando se viene a esta ciudad de muertos que es bastante más hermosa que la ciudad de los vivos. El cementerio se mantiene como se deberían mantener los parques, intocado, con buen gusto, desde el respeto y la educación. Persiste su aire decimonónico, la zahorra en el suelo, un muro perimetral fabuloso con sillares de varias generaciones. Son deliciosos los banquitos de piedra, las tumbas novecentistas y las de primer siglo, con las verjas de herrero y los santitos esculpidos. También están los muertos que reclaman su propiedad desde unos textos muy solemnes escritos en las lápidas (hay quien necesita varias vidas para comprender lo importante de la vida) y los que lo gritan haciéndose recordar desde panteoncitos muy lujosos, porque uno puede ser un muerto pero no un cualquiera. Colina arriba empieza un feísmo mortuorio controlado, con horribles nichos de piedra de Porriño y cartelería en mármol de muy mal gusto. Pero el cementerio sigue siendo un camposanto, a salvo de la sopa urbana. Es uno de los lugares rescatables en esta ciudad irrescatable. Uno querría venirse a vivir aquí.
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