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La Odisea, por más que releída, siempre me apasionó por las aventuras de Ulises, errabundo por el Mare Internum o Marenostrum, como decían los latinos al Mediterráneo (en su sección del Egeo y Adriático, sobre todo) desde la guerra de Troya, ganada gracias a su argucia del caballo de madera introducido en la ciudad por creerlo sagrado los troyanos, de cuyo vientre salieron los guerreros griegos para abrir las puertas de la ciudad a los estancados asediadores que por una decena de años la cercaban. Cumplida la misión y destruida la ciudad estado, Ulises u Odiseo, emprendió el viaje de retorno a su reino de la isla de Ítaca, en el Adriático, narrado en forma de epopeya, la conocida Odisea homérica, por el nombre del héroe griego. Mi retorno de la costa al interior de esta Gallaetiae, aunque no viaje marino me dio para rememorar las múltiples aventuras del héroe griego de la guerra de Troya al retorno, desde su encuentro con el cíclope Polifemo al que burló y privó de su único ojo, haciéndose llamar Nadie para que cuando el gigante llamase a sus convecinos ciclópeos en demanda de ayuda, esto al decir que Nadie, creyeron que era una burla por lo que el héroe griego pudo embarcarse eludiendo los grandes peñascos que por el litoral lanzaba el irritado Polifemo; hasta sacudirse la seducción de la maga Circe. O por más tiempo quedar en los brazos de la ninfa Calíope, evitar los insinuantes cantos de las Sirenas haciéndose atar al palo mayor, para no ser arrastrado hacia los arrecifes donde su nave acabaría despedazada, aventuras que Fenelón, cardenal francés, reprodujo en cierto modo en las Aventuras de Telémaco, el hijo de un Ulises errante como su hijo, por el Mediterráneo, que recuerdan a las de su padre, escritas para la educación del delfín de Francia.
Parece ser que Alejandro Magno, de Macedonia, llevaba como libro de cabecera la Ilíada para copiar el ardor guerrero del invencible Aquiles
Uno que por influjo paterno tanto navegó entre la IlÍada, La Odisea, Alejandro Magno, la Biblia, el Quijote, las comedias de Calderón, o los poemas de Lope sin obviar a los clásicos greco-romanos, o aun, para leer en francés el Telémaco sin descuidar otras lecturas siempre impactado por Aquiles, aunque más simpatías por el troyano Héctor, o por el ardor guerrero de Ajax, que dos había en esa guerra, El Telamón y el Olileo, el liderazgo de Agamenón y de su burlado hermano Menelao, al que el príncipe troyano Paris raptó a su Helena, y sobre todo, por la astucia de Ulises con el caballo de Troya, y un tanto sorprendido por la desgracia del sacerdote Laocoonte que al denunciar la argucia de Ulises con el caballo de madera que, venerado por los suyos iba a ser introducido en la ciudad que resistió una decena de años al asalto griego, fue castigado por los dioses protectores de los griegos, a ser atacado por una monstruosa serpiente. O tomando parte, como dije, más por Héctor que por Aquiles en el duelo entablado por ambos que acabaría con la muerte del príncipe troyano, vengado después por el arquero y burlador Paris que disparó certera flecha al talón de Aquiles, la única parte vulnerable de una anatomía sumergida en las aguas inmortales del mar de Tetis, por su madre diosa, que le agarró del talón para impedir que se ahogara. Una mitología de la que lo de menos fue que se discuta la autoría del errabundo y ciego poeta Homero, como a muchos eruditos enzarzaría.
Parece ser que Alejandro Magno, de Macedonia, llevaba como libro de cabecera la Ilíada para copiar el ardor guerrero del invencible Aquiles, que en algo debió imitarle porque es un conquistador y divulgador del Helenismo que jamás perdió una batalla de las muchas que le llevaron por Líbano, Siria, Egipto, Mesopotamia, Persia, Afganistán, Pakistán o la India a pesar de los elefantes del rey o rajá hindú Poro, derrotarle, el cual precedió a Aníbal quien después también emplearía estos gigantes plantígrados contra las legiones romanas en Tesino, Trasimeno, Trevia y Cannas.
Al rememorar a ese Ulises, que mucho difundió el de Joyce, más soportable fue la vuelta del mare Artabrum al corazón de la Gallaetia, a esta Auria del Conventus Bracarensis.
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