Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
El fundamento del Estado democrático hay que situarlo en la dignidad de la persona. No hacerlo así y situarlo en planteamientos clientelares o de permanencia en el poder da los amargos resultados que ahora estamos sufriendo en tantas partes del mundo.
Recuperar el pulso del Estado democrático y fortalecerlo significa, entre otras cosas, recuperar para el Estado los principios de su funcionalidad básica que se expresa adecuadamente -aunque no sólo- en aquellos derechos primarios sobre los que se asienta nuestra posibilidad de ser como hombres
La persona se constituye en centro de la acción pública. No la persona genérica o una universal naturaleza humana, sino la persona concreta, cada individuo, revestido de sus peculiaridades irreductibles, de sus coordenadas vitales, existenciales, que lo convierten en algo irrepetible e intransferible, precisamente en persona, en esa magnífica sustancia individual de naturaleza racional de la que hablara hace tanto tiempo, por ejmplo, Boecio.
Cada persona es sujeto de una dignidad inalienable que se traduce en derechos también inalienables, los derechos humanos, que han ocupado, cada vez con mayor intensidad y extensión, la atención de los políticos democráticos de cualquier signo en todo el mundo. En este contexto es donde se alumbran las nuevas políticas públicas, que pretenden significar que es en la persona singular en donde se pone el foco de la atención pública, que son cada mujer y cada hombre el centro de la acción pública.
Esta reflexión ha venido obligada no sólo por los profundos cambios a los que venimos asistiendo en nuestro tiempo. Cambios de orden geoestratégico que han modificado parece que definitivamente el marco ideológico en que se venía desenvolviendo el orden político vigente para poblaciones muy numerosas. Cambios tecnológicos que han producido una variación sin precedentes en las posibilidades y vías de comunicación humana, y que han abierto expectativas increíbles hace muy poco tiempo. Cambios en la percepción de la realidad, en la conciencia de amplísimas capas de la población que permiten a algunos augurar, sin riesgo excesivo, que nos encontramos en las puertas de un cambio de civilización. Y, sobre todo, tras la aguda crisis económica y financiera de estos años y después de una aguda emergencia sanitaria, los cambios son tan imperiosos como urgente es la situación de necesidad de muchos millones de ciudadanos en todo el mundo, ahora, sobre todo, aunque parezca paradójico, en el denominado mundo occidental.
En efecto, es una reflexión obligada también por la insatisfacción que se aprecia en los países desarrollados de occidente ante los modos de vida, las expectativas existenciales, las vivencias personales de libertad y participación. Y es una reflexión que nos conduce derechamente a replantearnos el sentido de la vida y del sistema democrático, desde sus mismos orígenes a la modernidad, no para superarlo, sino para recuperarlo en su ser más genuino y despojarlo de las adherencias negativas con que determinados aspectos de las ideologías modernas lo han contaminado, contaminaciones que han estado en el origen de las lamentables experiencias totalitarias del siglo pasado en Europa y en la etiología de una crisis económica y financiera, trasunto de una honda crisis moral, que ha traído consigo un retroceso lamentable de las condiciones de vida de millones de seres humanos, sobre todo en el llamado mundo occidental.
Recuperar el pulso del Estado democrático y fortalecerlo significa, entre otras cosas, recuperar para el Estado los principios de su funcionalidad básica que se expresa adecuadamente -aunque no sólo- en aquellos derechos primarios sobre los que se asienta nuestra posibilidad de ser como hombres. Entre ellos el derecho a la vida, a la seguridad de nuestra existencia, el derecho a la salud. En este mundo en el que la exaltación del poder y del dinero ha superado todas las cotas posibles es menester recordar que la dignidad de todo ser humano, cualquiera que sea su situación, es la base del Estado de Derecho y, por ende, de las políticas públicas que se realizan en los modelos democráticos. La ausencia de la persona, del ciudadano, de las políticas públicas de este tiempo, explica también que, a pesar de tantas normas promotoras de esquemas de participación, ésta se haya reducido a un recurso retórico, demagógico, sin vida, sin presencia real, pues la legislación no produce mecánica y automáticamente la participación. En otras palabras, o recuperamos los valores democráticos o seguiremos en manos de déspotas y tiranos.
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