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Las palabras del exministro José Luis Ábalos -“soy feminista porque soy socialista”- han reavivado un debate que en la Fiscalía de Violencia de Género conocíamos demasiado bien: la distancia, cada vez más evidente, entre el discurso político y la realidad de los comportamientos que deberían acompañarlo.
La frase, que pretende sonar a orgullo ideológico, ha acabado por simbolizar lo contrario: una autoindulgencia moral incompatible con la exigencia de ejemplaridad que se le presupone a quien ha ocupado una de las carteras más relevantes del Gobierno. El problema no está solo en lo dicho. Está en lo ocurrido alrededor: acompañantes con actitudes inapropiadas, desconocimiento generalizado, silencios elocuentes y un ambiente que contrasta frontalmente con los principios que el partido proclama a diario.
Alguno de los episodios últimamente conocidos en el ámbito de ese Partido no alcanzan el umbral penal, pero para quienes trabajan en el ámbito público de la violencia contra las mujeres, la cuestión no es jurídica: es cultural.
Y la cultura política del PSOE, al menos en estos episodios, parece atrapada entre la bandera del feminismo y una práctica que no se le parece.
El presidente del Gobierno ha optado por la fórmula más vieja del manual político: el “yo no sabía nada”. Una línea de defensa que, en una institución que se presenta como referente global en políticas de igualdad, suena menos a desconocimiento que a cálculo. Las fiscalías especializadas lo llaman de otra forma: inhibición institucional.
El “caso Ábalos” y los que vinieron detrás no son hechos aislados. Son un síntoma, una muestra de esa cultura de “mirar para otro lado” que tantas veces vemos en entornos donde se normalizan actitudes que no deberían normalizarse.
No reaccionar ante comportamientos impropios no es neutral; envía un mensaje. Y en este caso, el mensaje es demoledor: la prioridad es preservar el relato, no la coherencia.
El feminismo institucional del PSOE ha funcionado durante años como una especie de salvoconducto político, se agitaba en actos, se celebraba en discursos, se convertía en lema.
Pero cuando un partido promete ser “el más feminista” y al mismo tiempo permite que alrededor de sus dirigentes florezcan actitudes impropias, la brecha se vuelve imposible de ignorar.
Para quienes trabajan en violencia de género -fiscales, jueces, policías, equipos psicosociales- esa brecha no es solo estética: es terriblemente perjudicial.
La credibilidad es un recurso limitado. Y cuando la política la gasta en contradicciones, quienes pagan la factura son las víctimas, que necesitan instituciones sólidas, no relatos autocelebratorios. El “caso Ábalos” y los que vinieron detrás no son hechos aislados. Son un síntoma, una muestra de esa cultura de “mirar para otro lado” que tantas veces vemos en entornos donde se normalizan actitudes que no deberían normalizarse. La violencia de género no nace de la nada: se alimenta de entornos que trivializan, que restan importancia, que permiten.
Y cuando quienes deberían dar ejemplo no lo dan, el mensaje social se distorsiona.
El feminismo no es un carné de partido. No se imprime junto a un logo ni se adquiere por militancia.
El feminismo se demuestra -o se desmiente- con hechos.
Y en esta ocasión, los hechos pesan más que cualquier declaración.
Las palabras de Ábalos han quedado atrapadas en su propio eco: un eslogan hueco en un escenario donde el comportamiento real desmiente el discurso.
El problema no es solo político. Es institucional.
Porque cuando quienes enarbolan las banderas de la igualdad no están a la altura, lo que se erosiona no es la imagen de un partido, sino la confianza en un sistema que debería proteger, no justificarse.
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