Daniel Montero
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TRIBUNA
Carlo María Cipolla fue un historiador económico italiano (1922-2000) que escribió uno de los ensayos más lúcidos y perturbadores del siglo XX. Sin recurrir a estadísticas complejas ni a un rebuscado lenguaje académico, su ensayo “Las leyes fundamentales de la estupidez humana” es un texto breve, irónico, serio y cabal. En él aparece un símbolo aparentemente inocente: la letra griega épsilon (ε). Sin embargo, detrás de ese signo se esconde una de las ideas más inquietantes sobre el funcionamiento de las sociedades humanas. Para Cipolla, (ε) representa la proporción de individuos estúpidos que existe en cualquier comunidad. Pero no se trata de ignorancia ni de falta de formación. El propio autor define al estúpido como aquel que causa daño a otros sin obtener beneficio para sí mismo, e incluso perjudicándose. Es una categoría conductual, no intelectual. Y aquí llega la primera advertencia: según la Primera Ley de Cipolla, es imposible asignar un valor numérico exacto a (ε), porque siempre, de forma inevitable, subestimamos cuántos estúpidos hay a nuestro alrededor. Siempre creemos que son menos de los que realmente son.
Detrás de ese signo se esconde una de las ideas más inquietantes sobre el funcionamiento de las sociedades humanas
La Segunda Ley es aún más desconcertante. La probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica. Educación, nivel económico, profesión, ideología o prestigio social no sirven como barrera protectora. El valor de (ε) es constante en cualquier grupo humano: una universidad, una empresa, un parlamento o un gobierno. Incluso entre los Premios Nobel. Esta idea resulta ciertamente incómoda porque choca con una creencia muy arraigada: que el progreso educativo o tecnológico reduce los comportamientos dañinos e irracionales. Cipolla no niega los avances, pero introduce una corrección amarga, porque el problema no es cuántos estúpidos hay, sino cuánto daño pueden causar. Y aquí entra su análisis más político y más actual. En sociedades sanas, la estupidez existe, pero su impacto suele ser contenido. El resto de la población, los inteligentes y los incautos, poseen los recursos institucionales, culturales y morales necesarios para neutralizar estos efectos. En cambio, en sociedades en decadencia, el valor de (ε) no se incrementa, pero sí su poder destructivo. Las estructuras de control fallan, la racionalidad colectiva se debilita y los comportamientos estúpidos dejan de ser marginales para convertirse en decisivos. La consecuencia resulta inquietante, ya que el deterioro social no se explica solo por la maldad consciente o el egoísmo racional, sino por la expansión del daño inútil. Decisiones que perjudican a muchos sin beneficiar a nadie. Conflictos estériles. Políticas autodestructivas. Discursos que incendian sin construir nada a cambio. El problema: no podemos eliminar (ε). Es una constante humana. Estamos apañados.
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