Chito Rivas
RECUNCHO HEBDOMADARIO
Os arquivos do terror
EL ÁNGULO INVERSO
“En mi pueblo, sin pretensión
Tengo mala reputación/
Yo no pienso, pues, hacer ningún daño
Queriendo vivir fuera del rebaño
No, a la gente no gusta que
Uno tenga su propia fe
Todos, todos me miran mal
Salvo los ciegos, es natural”
“La mala reputación”, Georges Brassens
Allá en los 90 actuó en Ourense el mítico cantante francés. Le recuerdo cercano y sonriente. Venía con él una hermosa chica sudamericana. Brassens amenizó mi noche y ella, la de mi viejo amigo, con quien partió en la madrugada. Esa noche el cabrón me ganó la partida.
( )
Este era nuestro himno allá en el café más bohemio de París “Les deux magots”. Allí aprendí eso tan difícil que es la autocrítica. Alguna vez lo conté, allá en los setenta abrevábamos en el local una camada de españolitos. Convivíamos viejos republicanos exiliados, algunos de ellos creían que Franco sería derrocado y se crearía una República. También jóvenes objetores que habían huido del largo servicio militar. Con frecuencia acudían catedráticos exiliados como Agustín García Calvo, quizás el mejor latinista del mundo. Era muy generoso. Pagaba el café y el croissant a la tribu de los sindinero.
Recuerde, hermano lector, que Agustín, Aranguren y Tierno Galván lideraron una gran manifestación en Madrid y, a los pocos días, fueron invitados a salir del país.
Agustín eligió París.
Alrededor suyo, en el café se montaban unas discusiones del carajo. Recuerdo que Amancio Prada y Paco Ibáñez eran muy combativos.
Allí aprendí ese difícil arte de la autocrítica, hoy tan desprestigiada y olvidada. Por ejemplo, el protagonista comenzaba a reconocer sus errores. Porque autocrítica viene a ser juzgarse a uno mismo en busca de sus desaciertos y equivocaciones. Es evidente que admitir nuestras faltas nos ayuda a ser mejores personas.
Agustín decía que hay que tener cuidado con esta manera de juzgarse porque puede causar complejos de culpa o baja autoestima.
Algunas veces llegábamos al límite. Esa exigencia severa te puede trastornar. Buscábamos esa antigua máxima “Has de ser honesto contigo mismo”
De aquella todos pertenecíamos a algún partido. ¡Cielo santo, cuántos había! La liga comunista, los trotskistas, los libertarios, los maoístas... Hay que joderse, éramos muy inocentes, había que hacer la revolución. Hay que joderse, hacer la revolución.
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Después, en la Universidad de Madrid, durante toda la década se practicó la autocrítica. Qué tiempos. “No te vi en la manifestación de ayer, ¿qué ha pasado? No te vi repartir octavillas en La Moncloa”, etc. Le sacábamos los colores al compañero que, sin embargo, como era habitual, tenía que aguantar el tipo, impertérrito.
De aquella todos pertenecíamos a algún partido. ¡Cielo santo, cuántos había! La liga comunista, los trotskistas, los libertarios, los maoístas... Hay que joderse, éramos muy inocentes, había que hacer la revolución. Hay que joderse, hacer la revolución.
¡Cómo cambiaron los tiempos! Dile a alguien: “has cometido un error, sabes qué es la autocrítica”, el fulano te mirará como un marciano y ten cuidado, amigo, puedes salir trasquilado.
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Hace nada, un adolescente casi me atropella con su patinete. Me acerco: “ve con cuidado, chico”, le digo suavemente. Me mira despectivo, te juro lector que fue así, y me escupió: “No me rayes, pringado”
Allá en los ochenta escribí para Miguel “Generación limite”. Pasaron los años y hoy escribo “Generación no me rayes...”
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