Francisco Peña
Resiliencia y supervivencia
UN CAFÉ SOLO
Tiene más de 50 años. Hace mucho tiempo que no mantiene relación alguna con sus padres. Nunca han logrado entenderse. Tal vez nunca supieron cómo hacerlo. Siempre fueron grandes desconocidos. Dice que no ha podido perdonarles. Siente que lo abandonaron, que lo dejaron solo, aunque sabe que no fue esa la intención, que no fue culpa de ellos. Pero no ha podido cerrar la profunda herida que se abrió siendo un niño y que a veces aún duele.
Para Carmen fue diferente. Pasó, en solo unos días, de jugar con sus primos, ir a su escuela y recoger la merienda en casa de la abuela a encontrarse en un aula extraña, llena de desconocidos a los que no podía entender. Se enfadó con sus padres. Nadie la había preguntado dónde quería estar. Aunque todo fue pasajero. Aprendió el nuevo idioma y dejó de sentirse fuera de lugar. Lo extraño pasó a ser cotidiano. Los dos mundos que cohabitaba finalmente se entendieron y dejaron de generar conflictos.
Todos fueron hijos e hijas de la emigración que en los años 60 buscó como destino Europa. Algunos aprendieron a vivir entre dos mundos, el que escuchaban en casa y el que respiraban en la calle, con sonidos tan diferentes que a veces parecían irreconciliables.
Ambos forman parte de una generación que, sin comprender nada, vio cómo se hacían maletas, se susurraban planes, se derramaban lágrimas y se producían despedidas. No entendían de economía o futuro, solo de presente, afectos y ausencias que producían pena.
Unos se quedaron atrás y se sintieron huérfanos. Los padres comenzaron a desdibujarse en fotografías que sólo cobraban vida en verano y dejaron de echarse en falta. Otros participaron del viaje viendo cómo se perdían en la distancia espacios seguros y afectos conocidos. Estuvieron los que volvieron, solos o en familia, y los que no lo hicieron nunca.
Todos fueron hijos e hijas de la emigración que en los años 60 buscó como destino Europa. Algunos aprendieron a vivir entre dos mundos, el que escuchaban en casa y el que respiraban en la calle, con sonidos tan diferentes que a veces parecían irreconciliables. Se enfrentaron a la búsqueda de la identidad propia y a la amarga sensación de no ser nunca del todo de ningún lugar. Batallaron con la necesidad de elegir con qué quedarse y adónde pertenecer.
Otros mantuvieron una lucha permanente para superar la añoranza que la promesa de volver a estar todos juntos generaba. Promesa que, en muchos casos, no se cumplió o llegó demasiado tarde. El 18 de diciembre es el Día Internacional del Migrante. Un buen momento para mirar hacia los niños y niñas que formaron parte, de manera involuntaria, de la historia migratoria de este país. Merecen que sus relatos también formen parte de la narrativa de un fenómeno histórico que corre el riesgo de ser olvidado o distorsionado. Quien sabe, tal vez si nos miramos bien en ese espejo podríamos lograr una integración menos pesarosa para los hijos e hijas de los que ahora llegan a nosotros.
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