Rosendo Luis Fernández
Unha volta de "tuerca" nas denuncias
Resulta sorpresivo ver como un diablillo de 17 años capaz de licuar la defensa más férrea del rigor germánico o de calcar las cabriolas más plásticas del carnaval carioca, pueda permanecer patidifuso observando a Randy Orton, 10 veces campeón mundial de la WWE, mientras graba con su móvil una de sus maniobras como si fuese una maravilla del mundo antiguo.
Un RKO es un cutter con el que un luchador salta a la cabeza de su oponente aplicando un three-quarter face lock. Es mucho más sencillo verlo porque, como todo el mundo sabe, esto de la lucha libre profesional es una pantomima hecha para el goce visual donde hay un poco de combate y mucho de dramaturgia. Y es que la verdadera magia del SmackDown reside en esos fuegos de artificio que embelesan a todos los que, en algún momento, fuimos niños.
Un duelo de lo que antes se llamaba pressing catch y que se basaba en el enorme poder de sus gimmicks
Seguro que Lamine conoce la WWE por la renovada onda expansiva que han empujado adolescentes como Carlos Ruiz que abandonó su carrera de Matemáticas para convertirse en Axiom y llegar a ser el primer español en la roster oficial del mundillo. Pero lo que no sabe Lamine es que, como expresaría Manrique en una copla, cualquier tiempo pasado fue mejor.
No sabe que España ya acogió el primer evento WWE en 1991, cuando un debutante llamado Undertaker llegaba invicto al Palau Sant Jordi para perder su primer combate ante Tito Santana. Luego, con su mística de ultratumba, logró cuatro títulos mundiales.
No sabe que Cindy Lauper, sí, la de ‘Girls Just Want to Have Fun’, fue la primera que apostó por el invento. Protagonizó un cómico duelo contra Lou Albano, representó a las primeras luchadoras femeninas y acabó siendo acompañada por el mismísimo Hulk Hogan a recoger uno de sus Grammys.
Pero lo que desde luego no sabe es que los nacidos en los 80 teníamos un inmenso universo para escoger faces y heels -héroes y villanos-, que recreábamos todas sus batallas con nuestros padres entre almohadas sabatinas y con los codiciados muñecos de Mattel y que, entre todos ellos, decidimos regocijarnos en la mayor rivalidad histórica, la de Hulk Hogan y André The Giant. Un duelo de lo que antes se llamaba pressing catch y que se basaba en el enorme poder de sus gimmicks dejando a la altura del betún lo de Orton y Cena.
La interminable frente de Hogan embellecida por una media melena de filamentos dorados y su bigote texano en herradura se revestían de un atuendo tan fulgente como la bandera de España compuesto por una camiseta de un solo uso y un slip hercúleo. André era la antítesis de la ostentación. Un maillot de una sola sisa que liberaba dos diminutos pezones en una infinita masa de 236 kilos y unos evidentes rasgos de gigantismo que le conferían un aspecto bonachón a la bestia parda. Tiempo después, su rostro se convirtió en uno de los mayores iconos de la contemporaneidad gracias a la campaña ‘Obey’ de Shepard Fairey.
Hogan ganó seis títulos mundiales y André solo uno. En el recuerdo de todos queda su batalla de 1984 en la que el titán francés le birló el cinturón con un indudable poso de polémica. Primero, una cuenta del árbitro con André abatido que no se realizó y después, otro conteo en el que un hombro de Hogan no tocaba tierra. De aquellas no había VAR ni móviles que lo grabasen. Y qué felices éramos.
@jesusprietodeportes
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