Opinión

El fútbol es Dios

Si buscas la palabra Dios en Google obtienes 537 millones de resultados. Si buscas Messi, tendrás 341 millones. Con Putin te salen 288 y si lo que escribes es Siria, tan solo 71, por lo que parece una buena forma de averiguar dónde se encuentra la conciencia de los hombres.

Las escrituras marcan que este Mundial estaba predestinado a convertirse en el mayor evento deportivo de la historia. Y para ello, los derechos de trabajadores, mujeres, comunidad LGTBI y libertad de expresión, no iban a ser ningún óbice. Las tres instituciones más patriarcales -capitalismo, religión y fútbol- tejieron una red de socialización, donde todo vale en el nombre del Santo Grial: la Copa Mundial de Fútbol.

La religión nace por un deseo de los hombres de calmar su incertidumbre ante lo desconocido. Estamos habituados a vincular la religión con el Dios del que nos hablan, pero no siempre es así. La religión se forma cuando la sociedad encuentra un lugar en el que depositar su esperanza y convertir sus creencias en rito. Y si la idea de Dios ha dado paso a la figura de Messi, la eucaristía se ha transfigurado en un ritual de 90 minutos.

Ferry y Gauchet aseguran que el ser humano tiene la capacidad de divinizar, de sacralizar cualquier objeto profano. Un ejercicio que empieza en el siglo XVIII con la razón y que desemboca en el XXI con el fútbol. Vivimos una época en la que los templos se vacían y los estadios se anegan, en la que la religión tradicional decae pero en la que los fundamentalismos se extienden como un tumor maligno que pone en riesgo la tolerancia firmada en 1648 en Westfalia. Porque cualquier idea que ocupe el lugar de lo religioso, produce violencia.

Lo ocurrido en Qatar da buena cuenta de ello. El homicidio impune de 6.500 trabajadores en los estadios, las condiciones abusivas, las amenazas, la violencia sexista o la desigualdad flagrante han sido negadas por todos sus implicados. El ‘Qatargate’ -que comenzó como un informe de 430 páginas que destapaba las vergüenzas de la FIFA- ha extendido sus tentáculos hasta el Parlamento Europeo y los responsables sindicales que habrían dulcificado lo ocurrido en Oriente Medio cuando el trabajo por el que les pagan -y mucho- debería ser todo lo contrario.

Cuando Marx dice que la religión es el opio del pueblo se refiere al aturdimiento que sufre la población que cree que compensará su miseria con las promesas del más allá. Hace años que el escritor uruguayo -la patria del primer campeón mundial- Eduardo Galeano, popularizó una frase que decía que el fútbol era el opio del pueblo. El último mundial ha confirmado su predicción.

Lo único que faltaba para ello era la intervención de la magia. El mundial de Qatar se ha celebrado de modo extraordinario, durante la Navidad, para escenificar este trasvase de poderes: la canonización del fútbol entre petrodólares -lo nuevo sagrado- se ha adelantado una semana al nacimiento de Cristo en un pesebre -lo viejo sagrado-.

La última justa de un futbolista argentino al que llaman Dios para convertirse en el mejor de todos los tiempos y devenir inmortal, se ha librado en Qatar; a escasos kilómetros del mayor productor de opio del mundo. Lo ha hecho guiado desde el cielo por otro jugador argentino que también es Dios pero “más importante que él, porque fue Dios antes que él” (Juan 1:1-25). Con el aplauso encolerizado de las masas que han indultado los pecados de violencia de género del primero y de fraude fiscal del segundo. Y usando los métodos que durante tanto tiempo le han funcionado a lo viejo sagrado: la santificación del domingo, la agonía en la cruz y una milagrosa resurrección.

Qatar ha propuesto el espectáculo más macabro de esclavitud, machismo y corrupción, y no solo lo hemos consentido, sino que lo hemos convertido, definitivamente, en nuestra nueva religión.

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