Itxu Díaz
CRÓNICAS DE OTOÑO
Hay que ir sacando la ropa de fiesta
El 24 de junio de 1859 la sangre se derramó sin tregua en Solferino. A los pies del hoy eminentemente turístico Lago di Garda, Solferino es una pequeña ciudad de la llanura padana a caballo entre Verona y Milano. Las más de nueve horas de la batalla de Solferino acabaron con la vida de 2.386 soldados austriacos, dejando mal heridos a 10.807 y a 8.638 desaparecidos o capturados. Por parte de la alianza de tropas que caían del lado de la reivindicación unitaria para Italia, perdieron la vida aquella tarde 2.492 soldados, 12.512 quedaron malheridos y 2.922 capturados o desaparecidos.
Jean-Henri Dunant, un filántropo y humanista suizo que presenció in situ la agonía y el inmenso sufrimiento humano generado en el campo de batalla inició una lucha que culminó, en 1864 en el primer Convenio de Ginebra que dio a luz a lo que hoy llamamos Derecho Internacional Humanitario.
Tras Solferino y a pesar del primer Convenio de Ginebra el mundo vivió terribles guerras. Gabriel Chevalier, para su desgracia soldado francés en la primera Gran Guerra, describió de manera descarnada su experiencia en las trincheras de Verdún en “El Miedo” (La Peur 1930), una novela tan recomendable como aterradora que todo aquel entregado a la apología de la guerra (los hay, aunque probablemente ninguno ha sentido de cerca el pavor de un campo de batalla) debería de leer. Chevalier, que pasó dos años hundido en el barro, entre la muerte y la desesperación, denunció la guerra y fue, claro, acusado de traidor.
Después del terror y la destrucción de las dos grandes guerras mundiales, se celebró y acordó el Cuarto Convenio de Ginebra. Acaso el más relevante en los días que corren pues es el relativo a la Protección de Personas Civiles en Tiempo de Guerra de 1949.
Desgraciadamente, vivimos un mundo en guerra. Guerra en Europa y guerras en el mundo. Ucrania, Yemen, Burkina Faso, Sudán. En Palestina, creo que es algo obvio, no hay una guerra, sino un genocidio, en palabras del secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres. Los datos del presente deberían llevarnos a la acción (por la paz): “El número de conflictos ha aumentado y el número de muertes relacionadas con combates ha aumentado en un 97% solo en 2022, con un aumento de más del 400% desde el inicio de la década de 2000”, afirma Magnus Öberg, director del UCDP de la universidad de Uppsala.
Los países escandinavos, con sus posiciones otrora neutrales y que fruto de su tamaño y posición geográfica necesitan vitalmente un hemisferio norte sin guerra y preferentemente un mundo en paz, han hecho mucho por la paz dada su aspiración de actores geopolíticos constructivos.
Precisamente, a quienes amamos la montaña y las expediciones polares siempre nos ha fascinado la figura del noruego Nansen (Fridtjof Wedel-Jarlsberg Nansen). Explorador, científico, escritor, oceanógrafo y diplomático fue el mentor de Shackleton y el primer humano en cruzar Groenlandia. Además consiguió el récord de latitud norte de la época, llegando al 86°13’ en el Polo Norte en 1893. Pero lo importante de Nansen, en lo que a lo paz en tiempos de guerra se refiere, es haber conseguido que 427 .886 prisioneros y prisioneras de guerra pudieran viajar y volver a sus casas. Nansen se inventó, como alto comisionado de la Sociedad de Naciones, un salvoconducto (a partir de ahí conocido como Pasaporte Nansen) expedido a las personas refugiadas y desplazadas a causa de los conflictos armados derivados de la Primera Guerra Mundial.
Pero a pesar de todo lo sufrido por las guerras y todo lo hecho por la paz, hoy somos conscientes de que Líbano va a ser, de nuevo, abandonada a su suerte. Y con ella millones de humanos. A la lejana Gaza ya sabemos que, igual que le sucedió a Bosnia y Herzegovina en los 90, siempre es más fácil abandonarla a su suerte siendo, al fin y al cabo, países de mayoría musulmana. Edward Saïd, intelectual palestino-estadounidense explicó en su ensayo “Orientalismo” hasta qué punto en Europa se acentuaba la diferencia y por lo tanto se fomentaba la distancia entre lo familiar (Europa, Occidente, “nosotros”) y lo extraño (Oriente, el Este, “ellos”). Pero hoy que ya caen las bombas en los barrios de Beirut o en Tiro y que se aviva un conflicto que además de decenas de miles de civiles muertos, amenaza con escalar en conflicto regional de consecuencia global, habría que recordarles a los que no han leído a Saïd y ven Líbano tan lejano que muchos libaneses, cerca de un 40%, son cristianos de diferente credo (maronitas, ortodoxos, católicos melkitas, armenios o protestantes). En Líbano morirán juntos cristianos y musulmanes, humanos al fin y al cabo, si no lo remediamos.
Líbano que fue crisol de culturas durante siglos. Que acogió a millones de refugiados palestinos en los 70. Que recibió, con un dificilísimo equilibrio interreligioso y con una economía en bancarrota (con más de un 300% de inflación), a millones de refugiados de la guerra en Siria, aquellos a los que en Europa no queríamos refugiar. Líbano, que lleva décadas siendo campo de operaciones de las potencias occidentales y árabes y que sufre desde hace seis décadas la vulneración sistemática de sus fronteras y el cortocircuito a su economía. Líbano, con un presidente cristiano, un primer ministro chií y un presidente de la cámara suní. Y Líbano, por cierto, en el que 16 soldados de origen español encuadrados en la Unifil, la misión de ONU en Líbano, han perdido la vida, en varios casos de forma demostrada por disparos, proyectiles y bombardeos procedentes de Israel, aunque poco se hable de ello.
Mientras escribo estas líneas Irán lanza misiles balísticos sobre Israel y damos un paso más hacia la catástrofe. Probablemente para satisfacción de quienes en Israel buscan la guerra total.
Isaak Rabin, primer ministro laborista israelí dijo, después de intentar la paz y antes de ser asesinado por un extremista ultraortodoxo: “La violencia que corrompa la base de la democracia israelí debe ser condenada, denunciada y aislada”. Aislar la violencia debería ser el imperativo político y cívico para detener los tiempos de guerra. Los muertos de Solferino y Verdún, de Sabra y Chatila, del 7 de octubre y de Gaza no se merecen que miremos para otro lado un minuto más.
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