José Luis Gómez
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En estas fechas valoramos más que nunca la grandeza de la familia y la fortaleza que constituye nuestro hogar, un cortafuegos contra la mediocridad del mundo. En estas fechas es la algarabía, las voces de los niños, y los abrazos de los viajeros que vuelven como en un anuncio de turrón. Hay otra Navidad, nos lo recuerdan cada año los curas en las iglesias, los voceros de lo auténtico, la voz de la conciencia que nos despierta del relampagueo cegador de los escaparates. La de la soledad, la de la enfermedad, la de la ausencia.
De algún modo, gracias a la bendita tradición, salvaguarda de la felicidad, contemplamos como una anomalía la Navidad o incluso la Nochevieja de los que están solos. Es como un error, como si algo hubiera salido mal, aunque ese algo a veces sea simplemente la vida, que pasa, y las páginas del diario que se va llevando el viento. Lo pensaba ayer, al ver por la ventana de casa a una abuela, con su rebequita y su media luz, prendiendo la última vela de la corona de adviento. Vive sola. La corona arde. Vence cada día la tentación del desarraigo, del descuido, de dejar que la tristeza se instale en medio del aislamiento.
Al Niño no le asistieron ni los familiares ni los amigos de José, que hicieron la vista gorda al verlo asomar por sus casas, como si hubieran olvidado al chico que años atrás, pasaba las horas con ellos por las mismas calles de Belén.
Quizá esa mujer es el más fiel retrato de lo que celebramos. La primera Navidad no fue una reunión familiar, sino un penoso caminar por las posadas, de un matrimonio a punto de tener a su hijo. Las puertas se le cerraban a la Sagrada Familia porque Belén estaba hasta la bandera, eran días de censo, y en las posadas y las casas las familias se agolpaban y celebraban el reencuentro. Fue en las afueras de Belén, en una fría cueva, que a duras penas debió acondicionar José, y entre el mayor de los desprecios, como vino al mundo el Niño Dios. Y sin embargo, brilló la luz, el mayor fulgor que nunca ha iluminado a una familia, y de ese relámpago de paz y bien se iluminan todavía hoy nuestras casas cuando nos reunimos con los nuestros, todo el año, pero más que nunca en estos días navideños.
Al Niño no le asistieron ni los familiares ni los amigos de José, que hicieron la vista gorda al verlo asomar por sus casas, como si hubieran olvidado al chico que años atrás, pasaba las horas con ellos por las mismas calles de Belén. Al Niño lo dejaron solo en medio de la humildad más abrumadora, quiso Dios que así se presentara la gloria desnuda de su Hijo ante la Humanidad, cambiando la historia para siempre.
Y es así también, sospecho, como la abuela solitaria que enciende el último velón de la corona de adviento, y musita tal vez una oración de paz a los hombres de buena voluntad, sostiene de alguna manera el mundo, siempre predispuesto a desplomarse y perderse. La Navidad de la soledad también es importante. La Navidad de los que ya no tienen a nadie a quien abrazar aquí está, probablemente, mucho más cerca del Cielo, que nuestros bellos –y necesarios- brindis entre el jolgorio de la familia y los amigos.
Supongo que, después de todo, también es Navidad en cualquier lugar, y en cualquier circunstancia, allá donde hay un corazón dispuesto a recibir al Niño Dios en otra fría Nochebuena.
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