Panorama neokitsch

Publicado: 24 sep 2025 - 01:05

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El término “kitsch” se acuñó en la Alemania del siglo XIX para identificar lo vulgar, lo sentimental y lo carente de autenticidad artística. Adornos baratos, pinturas almibaradas, o reproducciones masivas que intentaban imitar al arte sin alcanzar su profundidad. Durante décadas, el kitsch se convirtió en sinónimo de mal gusto, una etiqueta de la élite cultural para distanciarse de lo popular y lo reproducido en serie.

Tras la Segunda Guerra Mundial, en la posmodernidad, el kitsch dejó de ser un estigma y pasó a transformarse en un terreno de fértil experimentación. La cultura de masas, el consumo global y la hibridación de géneros convirtieron al exceso y la artificiosidad en un lenguaje propio. En el imaginario colectivo ha quedado grabada la imagen de la lata de sopa Campbell inmortalizada por Andy Warhol, por ejemplo.

Surge así el neokitsch, versión consciente y autocontenida de aquel viejo estilo, que ya no es ingenuo, sino irónico; ya no es marginal, sino celebrado en galerías y museos. Artistas como Jeff Koons o Takashi Murakami lo elevaron a categoría, apropiándose de lo banal para cuestionar la frontera entre arte y espectáculo. Su fuerza radica en que no se avergüenza del exceso, sino que lo celebra y lo convierte en signo de identidad contemporánea.

Esta tendencia no solo colonizó las artes visuales, sino que también impregnó la vida cotidiana. Se percibe en la moda que combina referencias callejeras con lujo desmesurado, en la arquitectura de centros comerciales que imitan castillos, en la cultura digital de memes que exageran lo ridículo hasta volverlo entrañable. El mal gusto ya no se esconde: se exhibe con orgullo, convertido en espejo de la sociedad globalizada en que vivimos.

La superficialidad se disfraza de pluralidad y la profundidad se diluye en la anécdota

Ese lenguaje, cargado de espectáculo y sentimentalismo, encontró pronto su lugar también en política. Donde el discurso racional parecía insuficiente para movilizar multitudes, el neokitsch ofreció recursos inmediatos: banderas gigantes, himnos con luces y fuegos artificiales, líderes presentados como personajes de una narrativa épica. La política, atravesada por las redes sociales, adoptó el ritmo del entretenimiento y su lógica viral.

El kitsch de antaño, con sus símbolos ingenuos, devino en un neokitsch calculado para seducir. Ejemplo visible son las campañas electorales, más parecidas a conciertos pop: escenarios iluminados, jingles pegadizos, coreografías de simpatizantes; también el uso estratégico de imágenes religiosas, patrióticas o familiares multiplicadas hasta el exceso. Todo funciona como un espectáculo diseñado para emocionar antes que para convencer.

Un dirigente puede citar a un filósofo clásico -en el mejor de los casos- en el mismo discurso donde hace guiños a series de televisión o memes virales. Esa hibridación, típica de la cultura digital, busca desarmar jerarquías: mostrar a un líder que puede hablar de todo, con todo el mundo, en todos los lenguajes. Aunque también encierra un riesgo: la superficialidad se disfraza de pluralidad y la profundidad se diluye en la anécdota.

Así, el neokitsch convierte en animal en riesgo de extinción a la auténtica cultura: lejos de ser una prioridad, hay quien la percibe incluso como un peligro. Lo complejo estorba porque no se viraliza. Cuando la escenografía es lo esencial, los proyectos a largo plazo -que exigen explicación, contexto y paciencia- quedan relegados: en votos, es mucho más rentable promocionar la diversión inofensiva, como revela el actual panorama.

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