Antonio Casado
Cumbre de la desunión europea
¡ES UN ANUNCIO!
En mitad de la finca hay una piedra muy grande. Como si se le hubiese caído del bolsillo a un gigante.
Desde que llegamos a esa casa está allí, en el medio y medio. Quizás por eso la persona encargada de los nombres en su momento le puso a mi pueblo Soutopenedo y Penedo al pueblo de al lado.
Decisiones inofensivas evitadoras de guerras vecinales.
Encima de aquella piedra vi OVNIS, estrellas, bichos voladores y en más de una ocasión la convertí en fortaleza y fortín. La mayor parte de mi infancia jugué solo. Por eso fui El Rey Sol y Matusalén. El penedo fue un refugio cuando me atropelló la adolescencia y la edad del pavo. Que supongo que se llama así desde el día en que dejas de decir “Ese tío” para decir “Ese pavo”.
Me subía allí. A desgastar los minutos. A hacer el sexo yo solo.
De manera recurrente, y con esto quiero decir día sí y día no, nos topábamos con gente en mitad de nuestra finca. Casi siempre cerca del penedo. Extraños deambulando sacho en mano. De edad avanzada. Señalando. Mi padre decía que hace años los propietarios cedían zonas de paso y que, claro, no iba a ser él quien se cargase una costumbre de esa índole y antigüedad. Como los marcos. Ponte tú a mover un marco.
El penedo fue un refugio cuando me atropelló la adolescencia y la edad del pavo. Que supongo que se llama así desde el día en que dejas de decir “Ese tío” para decir “Ese pavo”.
Al principio no nos importaba.
Un buenas tardes y esperar.
No teníamos dinero suficiente para levantar un muro que delimitase nuestra propiedad del camino y, la verdad, la situación de la casa era contradictoria. En medio de la nada con un silencio atemorizador la mayor parte de los días.
Aunque no vivíamos allí, solíamos ir varias veces por semana. A ver si el tabique de la cocina se había caído. O si el Bautista, el vecino borrachín de Suiza, estaba de visita.
Y los visitantes que no cesaban en su paseo por el penedo.
Un lunes cualquiera nos topamos con una pareja, no una cualquiera, de la Guardia Civil. En cuclillas observaban un costado del penedo del mismo modo que en las películas se buscan evidencias del crimen. Mi padre, ya cansado de los vaivenes, había llamado al cuartel varias veces. El más bajito de los dos señaló un agujero en el suelo de tamaño considerable y dijo “aquí está el problema”.
No entendimos nada. La Guardia Civil se reía.
Nuestra casa, contaban, había sido de un Conde que, amenazado de muerte, tuvo que escapar de allí. Todos en el pueblo aseguraban que antes de abandonar la propiedad, había enterrado todo su oro debajo del penedo. Y que cada cierto tiempo iban a intentar desenterrar el tesoro.
Mi padre, experto solucionador de las cosas de la vida, colocó un cartel: ya no hay oro, lo gastamos en las vacaciones de Benidorm.
Es probable que no existiese el oro, pero el penedo, el penedo se le cayó a un gigante del bolsillo.
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