Quedarse solo

Publicado: 08 feb 2025 - 18:59

A los doce años perdí a todos mis amigos.

Un viernes por la tarde, así, sin más. Me quedé solo.

Nos tuvimos que mudar a una casa en las afueras. No recuerdo muy bien el motivo, supongo que una gestión empresarial fallida, que la vida para cinco personas requería un poder adquisitivo mayor, o quizás solo fue esta peculiar afición familiar en acumular mudanzas.

Llegamos a contar trece.

Yo estaba en séptimo de E.G.B. y me pasaba el día en la calle.

Algunas veces en salas recreativas jugando al Thunder Hoop, pero la mayoría del tiempo lo empleaba en el fútbol.

Rebumbios eternos en callejones sin salida.

Penalti de gol es gol. Eso es alta. Falta, se sigue.

Cuando nos mudamos al pueblo el único campo de fútbol que había era un pequeño terreno que había detrás de la casa.

Dibujé una portería en la pared de hormigón, porque, ya de jugar solo, al menos que tuviese un sentido.

Mis padres me dejaban en el colegio a las nueve de la mañana y volvíamos a casa a las siete de la tarde. Así que mi vida se convirtió en una monotonía intermitente.

Era feliz de manera moderada durante las horas de clase.

Extremadamente triste el tiempo que estaba fuera del colegio.

Vivíamos demasiado lejos como para ir a la ciudad los fines de semana, y siendo sincero, a los doce años no hacíamos planes. Nos bastaba con tocar el timbre de alguno y salir.

En el pueblo no había nada alrededor.

No había casas. Ni bares con máquina recreativa. Por no haber ni siquiera había timbre.

Me aficioné a pasear por el monte. Siempre con mi palo de grosor considerado – al que llamé Gastón- por si me encontraba un jabalí, que, aunque de poco me iba a servir, a mí me daba una seguridad inocente.

Uno de esos días llegué a una nave de ladrillo abandonada.

El ayuntamiento había hecho limpieza y expropiado la nave abandonada.

Intenté entrar varias veces. Hasta probé a trepar por la fachada.

Imposible.

Al rodearla, justo al lado de un penedo pequeño, encontré dos butacas de tamaño menudo. Estaban colocadas de un modo tan simétrico, una al lado de la otra, que me hizo pensar que alguien las había dejado allí, para esperar.

Empecé a ir todos los fines de semana.

Me sentaba y le contaba mis cosas a la butaca vacía. Que me gustaba una niña, de novia y eso. Que había visto a mamá llorar por la noche. Les explicaba mi teoría atolondrada sobre como las normas hacen peores a las personas.

Pero un día llegué y ya no estaban.

El ayuntamiento había hecho limpieza y expropiado la nave abandonada.

Me puse más triste de lo que ya estaba.

Y volví a la portería de fútbol en la pared.

Al poco tiempo empecé el instituto. Gente desconocida, más mayor que yo, y no fui capaz de adaptarme a la visión adolescente de la vida.

Tenía 14 años, y volví a quedarme solo de nuevo.

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