Manuel Herminio Iglesias
DENDE SEIXO-ALBO
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Las memorias del emérito se están vendiendo como churros bajo el voluntarioso título de ‘Reconciliación’. Juan Carlos I reivindica con acierto su papel en la Transición española como artífice principal, faro espiritual y guía intelectual de España hacia la democracia tras 40 años de dictadura franquista. Pero seguramente ese tono reivindicativo transforma su pretendida reconciliación en irreconciliación familiar y política. Tiene razón el padre de Felipe VI cuando dice que se le ha usado para debilitar la Corona y desprestigiar la monarquía parlamentaria garantizada en la Constitución. Pero cabría preguntarse si el propio Juan Carlos I ha contribuido o no a ese debilitamiento con sus múltiples errores que van desde los líos de faldas a la aceptación de 100 millones de dólares de donación saudí, sin olvidar el caso Noos o Botsuana.
“Reconciliación” es una terapia de desahogo de un monarca anciano que se vio obligado a dejar España por unos meses sin pensar que el auto-destierro duraría años. Humanamente es comprensible, si bien muchas de sus explicaciones y verdades subjetivas admiten el cuestionamiento puntual y un análisis riguroso de la realidad objetiva. El rey emérito explica en el prólogo la razón de firmar sus propias memorias: “Siento que me roban mi historia”, dice el monarca, que no oculta su resquemor ante el vacío familiar y su dolorosa partida. Tampoco esconde sus reservas hacia un Gobierno de izquierda y extrema izquierda que ha aprovechado la circunstancia para reivindicar la nostálgica república en un intento de reescribir la Historia reciente de España, modelo ejemplar de concordia, ‘Reconciliación’ y prosperidad que ahora tanto se echan de menos.
Por todo ello, parece irreconciliable la figura actual del rey emérito con la presente Casa Real y con el sobrevenido modelo sanchista, más cercano a un añorado y refundacional Estado republicano que a la monarquía. Resulta difícil que el rey reestablezca los puentes con su hijo y con su nuera, como en ocasiones llama a la reina Letizia, y sobre todo con sus nietas Leonor y Sofía, a las que añora como abuelo paterno. El emérito se siente marginado y sin el reconocimiento histórico que merece, aunque en su relato hay olvidos e interpretaciones benévolas de la verdad, que siempre tiene varias caras. No tuvo Juan Carlos una juventud armoniosa que define como caótica, nacido en el exilio, con el episodio mortal del hermano y un padre escasamente aceptado por el sistema anterior y posterior. El rey emérito cura los momentos de abatimiento, vacío y flaqueza con sus escapadas a Sanxenxo, su contacto con el mar patrio. Juan Carlos I dice no tener “derecho a llorar, pero si a buscar la reconciliación con el país que tanto amo”. Se trata, por tanto, de que más allá de los reproches familiares y políticos, el emérito implore la reconciliación con los españoles y el derecho al reconocimiento de su papel histórico que hizo posible nuestra actual democracia tras la Constitución del 78. Eso que reclama en sus memorias nadie se lo puede quitar. Otra cosa es la añorada reconciliación de las dos Españas.
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