Miguel Michinel
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La Constitución de 1978 es la más longeva de las que ha tenido España y a estas alturas ya revela cansancio de materiales que haría necesario que pasa por los hangares del debate político para una nueva puesta a punto. Pero el deseo de muchas personas choca con la realidad de que en este momento sería impensable e imposible no ya que los dos principales partidos, PP y PSOE, alcanzaran un acuerdo de mínimos, sino que sería difícil contar con una ultraderecha que se ha desgajado de los conservadores hasta el punto de tener expectativas políticas de convertirse en el árbitro de cualquier acuerdo, además de que es muy posible que los nacionalistas e independentistas se quedaran fuera de cualquier tipo de acuerdo, y el problema territorial se agravaría.
A los cincuenta años de la muerte de Franco y de que se pusieran los primeros pasos para el desarrollo democrático, con la intervención del rey emérito Juan Carlos I, pero sobre todo de una sociedad ya dispuesta a exigir vivir en libertad, ya nadie se plantea pedir abrir la cuestión de la reforma constitucional. ¿Para qué hacerlo? El encono de las posiciones es tal que sería un esfuerzo tendente a la melancolía y sin embargo cada día es más evidente que es preciso atender algunos de los aspectos que están pendientes de reforma. Desde la sucesión a la Corona -donde sigue prevaleciendo el varón sobre la mujer-, a la denominación de los territorios de España, que no se han oficializado o la conversión de Senado en una cámara territorial.
A eso se añade que hay estatutos de autonomía que sobrepasan en derechos a la propia Constitución, porque incluyeron los denominados derechos de segunda generación en sus textos reformados. Siempre hay llamamientos de los partidos a la inclusión de nuevos derechos, o al menos reforzar que haya obligación de cumplimiento de los existentes. La última reforma constitucional, la tercera, ha tenido un carácter nominativo, no por eso menos importante, para sustituir el termino discapacitados por el de disminuidos, pero la progresión en la aplicación del derecho a la salud y a la vivienda, dos asuntos que se encuentran en el foco del debate político, no encuentran en la Constitución el instrumento para su desarrollo.
Las intervenciones de Pedro Sánchez y de Alberto Núñez Feijóo durante el Día de la Constitución en el Congreso demostraron que su inquina es tal que cualquier mención al diálogo es una entelequia, que son incapaces de trascender la importancia de la conmemoración para hacer uso de la política con minúscula y la repetición de los enfrentamientos típicos de las sesiones de control al Gobierno y más cuando está por medio la celebración de unas elecciones autonómicas. Cuando desde el ámbito del Gobierno se habla de proceder a un “replanteamiento sereno de la Constitución para desarrollar el Estado social”, desde el PP se responde que Pedro Sánchez se ha dedicado a devaluar la Constitución por la vía de las cesiones a los independentistas y la apropiación de las instituciones.
Y sin embargo, la Constitución resiste. Una clase política simplemente interesada en permanecer en el poder o en proceder a un gran relevo le impide ser capaz de mirar más allá del día a día para prever el futuro y ordenarlo. Así, no tiene sentido plantear una reforma del texto de 1978 y certificar un nuevo fracaso de la convivencia.
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