Sonia Torre
TRIBUNA
De Reyes a Santa Claus
TRIBUNA
La última vez que los Reyes Magos me visitaron en casa yo tenía cinco años. No los vi, pero vaciaron sus tres copas de anís y dejaron en la nieve las huellas de sus pisadas. En la pequeña ventana de una cocina también pequeña relucían los juguetes que tanto había estado esperando. Intuí que había sido buena, o tal vez no tanto. Pero no me importaba. Hacía días que había elegido creer que mis padres, lejos de aquella casa y de mi ilusión, se habían ganado con creces el derecho de dar órdenes a aquellas Majestades de Oriente. Algo poderoso tenían que conseguir a cambio de esa distancia impuesta, de la ausencia prolongada, de la pena llorosa, de la voz al teléfono repitiendo, casi musitando: “El año que viene sí”.
Aquel encuentro único con los Reyes Magos formaba parte de las fiestas navideñas que padres y madres emigrantes organizaban en el Centro Español, el refugio que los hacía sentirse un poco más cerca de casa y menos solos
Sucedió entonces un terremoto que nos dejó al borde de un precipicio de duelo. Movió tanto la tierra que nada volvió a ser como era. Me pusieron a salvo tanto como pudieron y no sentí la sacudida. Pero en las siguientes navidades ya nada fue igual.
Los Reyes no vinieron a verme a casa. Nunca más lo hicieron. Tal vez tuvo algo que ver la aparición esa Nochebuena de un hombre vestido de rojo con una larga barba blanca del que yo nunca antes había oído hablar. Santa Claus se llamaba. Cumplía la misma misión. Entregar regalos subido a un trineo. Así que no le di muchas vueltas a esta nueva historia. Me habían cambiado el cuento, el decorado, los protagonistas, pero la esencia, pensé, sigue siendo la misma. Todo fluyó. Sin dramas, sin pataletas. La magia de la inocencia se mantuvo intacta.
Así que acepté también con ingenuidad que días después visitáramos a Melchor, Gaspar y Baltasar en un gran salón lleno de gente y ruido. Era la primera vez que los veía. Sentados en sus tronos, arropados por sus pajes, recitaban nombres en voz alta. Después de cada uno, un niño se acercaba y recibía su regalo. Llegó mi turno y ahí estaba la muñeca de ojos azules. De manos del mismísimo Baltasar. Me guiñó un ojo y supe entonces que no me equivocaba al confiar en los poderes especiales de mis padres. Yo había viajado muy lejos, pero ellos habían conseguido que me encontraran y acertaran con el regalo. ¿Quién necesitaba una visita nocturna y furtiva si podía tener una recepción real por todo lo alto?
Fue ésa, sin duda, una navidad diferente por muchas otras razones. No estaban mis abuelos. No sentía la casa como mi casa. No tenía amigos. El frío era demasiado frío. Todo sonaba extraño. Todo estaba por estrenar. El mundo se había vuelto demasiado grande para mis ojos pequeños. Difícil comprender lo que estaba pasando. Santa Claus y los Reyes Magos fueron ese año los puntos en los que acababa y empezaba el eje que sostuvo la rotación que puso mi vida del revés. O quién sabe, del derecho.
Aun así, no recuerdo que esos días de novedosos árboles navideños, de villancicos cantados con palabras extranjeras, de cambios constantes, se infiltraran en mi memoria de manera dolorosa o traumática. Porque no fue así o porque tal vez todo resultó tan perturbador que quedó, de manera inconsciente, postergado en algún rincón del cerebro. Como las cosas que almacenamos en un viejo desván y luego olvidamos hasta que existen.
Aquel encuentro único con los Reyes Magos formaba parte de las fiestas navideñas que padres y madres emigrantes organizaban en el Centro Español, el refugio que los hacía sentirse un poco más cerca de casa y menos solos. Podía estar en cualquier lugar de aquella Europa que los recibía para trabajar. Fuera cual fuera la ciudad y el país, aquella fiesta infantil era más que una celebración. Era la determinación de que las tradiciones recién descubiertas no arrinconaran a las que venían en la maleta. El deseo de que las raíces propias no se secaran en la nueva tierra. No había que preocuparse tanto. Aquellos niños y niñas encontraron el equilibrio, aprendieron a ser un poco de aquí y un poco de allí. Construyeron su identidad aprovechando bien todos los pedazos diferentes que fueron encontrando.
Este año seguro que muchos niños y niñas descubrirán por primera vez a sus Majestades, al Apalpador, al Olentzero o al Anguleru. Aprenderán a decir también, por primera vez Feliz Navidad, Bo Nadal, Eguberri on o Bones Navidaes. Vengan de donde vengan, que sigan creyendo que la magia existe y que estos días sean un recuerdo único en su futuro.
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