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Hay secretos a voces que todo el mundo conoce pero los poderosos se obstinan en ocultar. No se habla de ellos pero son el elefante en la tienda de porcelanas. No se pueden mencionar porque sería “políticamente incorrecto”, y quien lo hiciera quedaría como un insolidario, un opinador sin empatía ni sentimiento humano, un aspirante a paria en esta sociedad de tanto remilgo y tantos ofendidos. Uno de esos tabúes innombrables (como no sea para apoyarlos, claro) es el mecanismo de empobrecimiento generalizado que responde al dulce y falso nombre de “Salario Mínimo Interprofesional” (SMI). Sí, es un secreto a voces que constituye una terrible barrera de entrada para millones de trabajadores, y que golpea con saña a los más vulnerables: a los más jóvenes, a los menos formados, a los parados de larga duración, a los que necesitan una conciliación familiar especial y trabajarían menos horas, a los extranjeros que aún no dominan del todo nuestros idiomas, etcétera. Si alguien, como un servidor, se atreve a decir esta verdad (una verdad como un puño), se le tacha automáticamente de “explotador”, “neoliberal” y “capitalista salvaje”. Ese es el nivel de quienes, sin tener ni idea de economía, la ven como una especie de ingeniería de la sociedad en la que un Estado compuesto por técnicos excelentes y políticos bondadosos puede y debe meterse en todo, cambiarlo todo, decidirlo todo, controlarlo todo. Y la lluvia de improperios es instantánea cuando se esgrimen argumentos que, por grande que sea su mérito, contribuyen a un cambio de paradigma en el que el Estado se achique, y con él mengüen los sesudos comités, agencias, departamentos, ministerios y sanedrines de esos técnicos y de esos políticos.
Los trabajadores tienen derecho a explorar el precio real, es decir, libre de su trabajo, pero el intervencionismo estatal y sindical se lo impide
Lo que ellos comprenden pero no quieren que usted comprenda, es que la economía no es una ingeniería. Es un orden espontáneo que se configura y reconfigura constantemente mediante la interacción descoordinada de los planes y acciones de millones de personas. ¿Qué gobierna esa interacción? Los infinitos incentivos que surgen (o cada cual espera que surjan) de esos cruces de planes. Y la señal principal que sirve a todos para guiarse en ese complejo orden espontáneo es una cosa llamada “precio”, que consiste en el punto de acuerdo alcanzado entre alguien que ofrece algo y alguien que busca ese algo. Es por lo tanto absolutamente crucial, imprescindible, vital, que ese precio sea real, es decir, sea libre. Cuando los políticos y los técnicos se tornan ingenieros sociales y se creen, en su extrema arrogancia, capacitados para decidir ellos el precio de algo, el resultado es la eliminación de las señales y la consiguiente ceguera de los agentes económicos, obligados por el mal padre Estado a caminar a tientas en la oscuridad. Cuando el Estado obliga a que un precio suba o baje comete un brutal atropello, y sus ramificaciones serán nocivas siempre para alguien, generalmente para muchos.
Todo salario es un precio, y como tal precio debe funcionar. No es un precio especial ni obedece a normas de creación y funcionamiento distintas de las de cualquier otro precio. Lo fundamental de un precio es que aparezca como resultado del entrecruce inalterado, no manipulado, ajeno a toda ingeniería, de dos curvas: la de la oferta y la de la demanda. Los trabajadores tienen derecho a explorar el precio real, es decir, libre de su trabajo, pero el intervencionismo estatal y sindical se lo impide. En el caso español, en los años de gobierno de esta nefasta coalición del PSOE con la extrema izquierda populista, el dichoso SMI ha crecido de forma realmente brutal, y los políticos que presumen de ello han condenado de esa manera a infinidad de personas a la inempleabilidad y a pasarse el día haciendo estúpidos cursillos que no sirven para casi nada, en lugar de adquirir experiencia y demostrar su valía para ir ascendiendo o saltar a otra empresa. Dicen que el paro va bajando, pero lo que se percibe fácilmente es una inmensa manipulación de los criterios de análisis y, sobre todo, un constante maquillaje de las cifras reales de desempleo mediante infinitas subvenciones que pagan los demás trabajadores para que formalmente haya millones de individuos que no cuentan como parados.
Un salario libre puede ser inferior al SMI, pero incluso así será mejor que la ociosidad, la desesperación y la dependencia del insidioso ingeniero jefe, papá Estado. El paternalismo en materia laboral, unido a las trabas deliberadas al emprendimiento y al trabajo autónomo, mantienen a España como el país más afectado por el desempleo, pese a toda la cosmética contable. Urge hacer una pedagogía radical contra el maldito SMI que deja sin trabajo a tanta gente. Subirlo es fabricar parados colocando un listón cruel que descarta a todo aquel que no pueda producir por el monto exigido. Hay que abolirlo, como en Escandinavia. Necesitamos menos sindicalismo opresivo y más microemprendimiento, menos liberados sindicales y más autónomos, menos forzar los salarios o los demás precios y más aprovechar las infinitas oportunidades de vivir en una economía relativamente libre.
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