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Acaba de fallecer mi tía Maribel. Este verano celebramos sus 82 años. Padecía un proceso canceroso que, después de años de luchas y complicados tratamientos, no ha podido superar. Se fue con una sonrisa, dando gracias y pidiendo perdón. Seguía siendo guapa, elegante y muy buena cocinera.
Su vida ha consistido en cuidar de su familia: olvidarse de sí misma para darse a los demás y, en consecuencia, estar siempre alegre. Como hija supo cuidar de sus padres admirablemente bien hasta el final, pasando por encima de sus legítimos planes, gustos y aficiones. Luego, cuando ellos faltaron, ha sabido ser la segunda madre de todos sus sobrinos y otra abuela más de sus sobrinos-nietos. Siempre uniendo, sirviendo y acogiendo: queriendo.
¡Qué suerte haberla tenido! En todas las familias debería haber alguien así. Supo ser la libre sierva de todos, eso le definía, ese era su nombre. Dicen que el nombre verdadero de una persona nos lo da quien nos ama, con más precisión cuanto mayor es su amor. Por eso sólo Dios nos puede poner el nombre, porque sólo Él nos ama plenamente: ese nombre expresa lo que somos. Se ve que mi tía Maribel conocía su verdadero nombre porque lo vivía cada día. Además, acaban de recordárselo ahí arriba. Estoy seguro.
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