Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
EDITORIAL
Las condiciones de abandono en las que fueron hallados seis ancianos en la residencia El Jardín, en la localidad de Cerval, en Amoeiro, constituyen uno de esos episodios que nunca deberían ocupar las páginas de los periódicos. Son historias que estremecen, que sacuden la conciencia colectiva y que deberían servir para recordarnos que una sociedad se mide, en buena parte, por el trato que dispensa a sus miembros más vulnerables. Si el derecho a una vida digna es una prioridad irrenunciable, esta debe protegerse con especial celo cuando se trata de niños y de personas mayores, dos colectivos que dependen de la sensibilidad, la vigilancia y la responsabilidad de todos.
Los datos revelados por este periódico resultan sobrecogedores. Personas de edad avanzada, en situación de dependencia, fueron encontradas en un entorno donde la desatención era la norma y no la excepción. La vivienda carecía de los mínimos recursos materiales: sin una alimentación equilibrada -ni siquiera suficiente para evitar la desnutrición-, sin comida almacenada para afrontar la manutención diaria de seis adultos, y con unas condiciones de higiene que, según el atestado policial, rozaban lo insalubre. Este cuadro de precariedad y desamparo no es solo una muestra de negligencia, sino un reflejo del olvido institucional y humano que rodea, demasiado a menudo, a nuestros mayores.
Cuidar de una persona mayor no es solo una tarea asistencial: es una responsabilidad ética que requiere preparación, empatía y compromiso profesional.
Particularmente alarmante es también la situación de los cuidadores, que desempeñaban sus funciones sin contrato laboral, sin permiso de trabajo y sin la formación mínima necesaria para atender a personas dependientes. Resulta inaceptable que se confíe el bienestar físico y emocional de los ancianos a manos inexpertas y sin control. Cuidar de una persona mayor no es solo una tarea asistencial: es una responsabilidad ética que requiere preparación, empatía y compromiso profesional.
Este cúmulo de deficiencias apunta directamente al gerente de la institución, cuya gestión -o falta de ella- deberá ser aclarada con la máxima transparencia. Sin embargo, limitar la responsabilidad a una sola persona sería un error. Este caso también interpela a los organismos públicos encargados de la vigilancia y supervisión de las residencias y viviendas comunitarias. La administración autonómica, como garante del servicio, tiene la obligación de conocer, inspeccionar y garantizar el cumplimiento de las normas en cada centro con el que mantiene convenio. Del mismo modo, el Concello de Amoeiro, en cuyo término municipal se encuentra la residencia, debe asumir su cuota de responsabilidad, especialmente cuando parte de los internos son vecinos de la propia comunidad.
No menos relevante es el papel de las familias de los afectados, que no supieron advertir las señales de alarma. Si bien no todos disponen de los medios para supervisar constantemente la atención de sus mayores, el vínculo familiar no puede diluirse en la indiferencia ni en la delegación ciega. Las personas mayores no son una carga ni un problema que deba resolverse con distancia, sino una parte esencial de nuestra historia y de nuestro presente.
En los últimos años, el papel de los mayores en nuestra sociedad ha sido relegado hasta rozar la invisibilidad. En demasiadas ocasiones se les trata como un estorbo, cuando en realidad representan la memoria viva de un país que gracias a ellos levantó las bases del Estado del bienestar del que hoy disfrutamos todos. Olvidarlos, abandonarlos o permitir que vivan sus últimos años en la soledad y la precariedad no es solo una falta moral: es un fracaso colectivo.
Cuidar de quienes nos precedieron debería ser una cuestión de justicia, no de caridad. Porque en el modo en que tratamos a nuestros mayores se refleja, en última instancia, quiénes somos como sociedad y qué clase de futuro estamos construyendo para nosotros mismos.
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