¿Adónde va El Salvador?

Publicado: 15 ago 2025 - 03:50

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La reciente supresión del límite de mandatos presidenciales en El Salvador desvela un proyecto autocático. Allí donde los frenos y contrapesos ceden, el líder ya no gobierna dentro de la ley: la ley se dobla para que gobierne el líder. Nayib Bukele, aclamado por sus seguidores como el cirujano que extirpó el tumor de las maras, ha optado por amputar también las garantías que distinguen a una república libre. La reducción drástica de homicidios es positiva, pero el avance de una sociedad no se mide sólo por esa sola estadística. Una seguridad que descansa en la suspensión de libertades, en las detenciones sin debido proceso y en la expansión de un megaprisión para encerrar y hacinar como animales a decenas de miles de personas es, en el mejor de los casos, un orden público precario. En el peor, es la paz del miedo. Bukele presume de eficiencia mientras hace opaca la actuación policial, limita la tutela judicial y estigmatiza al discrepante. Y ahora ha eliminado el límite de mandatos, que es conveniente en cualquier país pero imprescindible en los sistemas presidencialistas. Este es el penúltimo eslabón de una cadena: primero, el estado de excepción que no termina; después, la captura de órganos de control y la reforma de las reglas electorales; finalmente, la perpetuación en el poder. Hay que recordar que Bukele ya forzó una sesión del parlamento con el hemiciclo rodeado de agentes armados, amedrentando desde la altura a los parlamentarios.

La secuencia salvadoreña es bien conocida en América Latina: se promete orden, se concentra poder, se debilita la prensa, se difama al oponente como traidor o cómplice del delito, y finalmente se formaliza lo que ya era un hecho: el mando se ha independizado de la ley, el mandato lo abarca todo, y el mandatario es un dios viviente. El problema no es “mano dura” versus “mano blanda”, sino quién controla esa mano. El Estado tiene el monopolio de la fuerza para proteger vidas y propiedades, sí, pero sometido a reglas generales y a jueces independientes, así como a la obligación de rendir cuentas. Si la regla se convierte en excepción y la excepción se eterniza, el ciudadano deja de ser titular de derechos para convertirse en objeto de gestión. Más inquietante aún es la mercantilización de la coerción: ofrecer plazas carcelarias a otros países como si la privación de libertad fuera un servicio exportable. Esa “innovación” revela una concepción instrumental de las personas y de la justicia penal. De alquilar cárceles a alquilar campos de puro exterminio... va un paso.

El Salvador no necesita un “hombre fuerte” sino instituciones fuertes

Se dirá que la gente “vive mejor” y “camina segura”. Ojalá fuese una libertad conquistada y no un permiso revocable. La prosperidad duradera necesita algo más que bajar la curva del delito a golpe de excepción: requiere límites al poder, seguridad jurídica, propiedad protegida de la arbitrariedad y un ecosistema de libertades civiles donde florezcan la crítica y el emprendimiento. Sin esa armazón institucional, la paz es rehén de la política. Como liberal desconfío de los gobiernos que acumulan atribuciones y mandatos. No es una fobia teórica sino la memoria de siglos de despotismo. Si el éxito se mide por la obediencia social, siempre será tentador encontrar nuevos enemigos para justificar nuevas rondas de poder sin control. Quizá en El Salvador se trate de nuevas maras para justificar nuevos liberticidios. Porque, si la justificación del hiperestado de Bukele es la violencia, seguro que ésta se mantendrá en el nivel justo para seguir requiriendo mucho Estado.

El Salvador no necesita un “hombre fuerte” sino instituciones fuertes. Si la seguridad se cimenta en la ley y no en la voluntad, si los jueces resisten y la prensa incomoda, si el Ejecutivo respeta los límites temporales y materiales de su cargo, entonces los avances contra el crimen serán de todos y para siempre. Si no, serán del gobernante y sólo durarán mientras le convenga. Los países libres atraen talento y capital, los disciplinados por decreto espantan el talento y el capital en cuanto cruje la primera bisagra.

La limitación de mandatos tiene un efecto ético sobre el alcance de la voluntad del mandatario. En un sistema tan presidencialista como el que impera en casi todo el continente americano, con la única excepción relevante de Canadá, limitar la presidencia en su duración y por otras vías es un “check and balance” imprescindible, un contrapeso cuya eliminación da mucho que pensar sobre quien la persigue. El nuevo populismo “postliberal”, desde el MAGA a Orbán pasando por Putin y Bukele, detesta esas cortapisas al poder omnímodo que ansía. Como todo país pequeño, El Salvador podría ser muy “grande” en su nivel de vida, en su desarrollo económico y en su estabilidad. Podría ser una Suiza tropical, porque la verdadera grandeza no se mide por el tamaño de un país ni por el de su macrocárcel, ni por malbaratar la constitución como el Tirano Banderas de Valle-Inclán, sino por lo difícil que es para cualquier gobernante —por popular que sea— pasar por encima de la ley. Y esa, precisamente, es la medida en la que El Salvador está retrocediendo.

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