Ángel Mario Carreño
REFLEXIONES DE UN NONAGENARIO
El milagro Zapatero
LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ
Auria es una ciudad moderna. Por eso se diseña como una autopista de alta velocidad para los vehículos de motor, que son los ciudadanos de primera con acceso a todas las calles, incluso las peatonales. En esta ciudad, las únicas calles libres de automóviles, furgones, motos del delivery e intrigantes patinetes son aquellas donde les es imposible circular, donde hay escaleras, por ejemplo. Como buena ciudad moderna, Auria es también una ciudad sin árboles. Qué le vamos a hacer. Nadie parece entender que los árboles no son un divertimento estético ni un decorado biensonante, sino una presencia necesaria y prescriptiva. No sólo transforman el sol en azúcar y hacen el aire respirable. Transforman nuestro ánimo con sus fitoncidas mágicos y, sobre todo, porque sólo los árboles son capaces de bajar la temperatura hasta 20º en estos veranos implacables de cuya fiereza implacable hemos visto apenas el principio. Una ciudad sin árboles será pronto un lugar inhabitable.
Plantar árboles es algo que queda muy bien cuando se dice y debería ser algo obligado por todos los daños causados por el hombre
Los árboles de Auria casi se pueden contar con los dedos de una mano. En su lugar traen absurdeces inútiles como arbolitos raquíticos en macetas o flores carísimas en macetas ridículas. Si algún árbol nuevo hemos visto aparecer en el pasado reciente son trilerismos abominables como los olivos de contrabando del pabellón de Os Remedios, podados como pequineses. Plantar árboles es algo que queda muy bien cuando se dice y debería ser algo obligado por todos los daños causados por el hombre. Pero no lo hace nadie. Quizá porque hay quien considera que es lo mismo un árbol autóctono y centenario que un tiesto indocumentado con algún hierbajo dentro. Tal vez aquí se entiende por árbol esa infraestructura de hierro y luz que colapsa la plaza mayor en la navidad.
Es difícil elegir un árbol con buena presencia en estos jardines paupérrimos, que además se han ido transformando en plazas duras. Hay que pasear bastante con las manos hacia atrás para sentir la conmoción de un árbol del que aprender y con quien compartir lamentos. En el centro aún queda el parque de San Lázaro, apenas una manzana breve donde pueden enraizar ejemplares adultos, después de que se haya horadado el subsuelo a su alrededor impunemente. Junto a la antigua cárcel y la cerrada casa de baños (un día hablaremos de este maltratado rincón) está ese gran chopo al que algún día talarán en silencio o, en las Lagunas, el alcornoque castigado contra la tapia del colegio. Es un árbol increíble, pero algunos consuelos vienen de más lejos, cuando se sale de los márgenes de la ciudad-carretera. En la aldea-barrio de A Rabaza, lo que fue el escapadero a la meseta todavía hay restos de huertos, algún intento de villa indiana en ruinas y, sobre todo, casitas bajas con ventanas de madera. En una de esas curvas, anónima, está un alcornoque viejo. Es otro superviviente de cuando los bosquetes de alcornoques eran frecuentes en esta tierra de encuentro entre lo atlántico y lo mediterráneo. Tiene la copa abierta y el gran tronco libre de peladuras. Por fortuna, todavía nadie lo ha visto como dinero. Es una alegría secreta encontrárselo en este lugar infrecuente. Junto a él se puede imaginar una paz de aldea, en la que los árboles eran parte de la vida. Un encuentro significante con esta inteligencia de clorofila basta para recobrar cierta inocencia y soñar que los humanos harán de sus ciudades bosques habitables y complejos
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