Pilar Cernuda
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LA OPINIÓN
No sé cuáles son los sueños de Marc. Ni dónde residen las fantasías de un niño de 8 años. Pero un vestido de tirantes, una tiara y una tarta de Lilo & Stich me parecen la forma más tierna de alcanzarlos. Los desalmados vierten su amargura en las redes del ex futbolista Pedro Rodríguez comprometen el futuro de su hijo porque no hay nada más vil que robarle la ilusión a un crío, tanto se quiera disfrazar de princesa como de Hidra de Lerna.
No hay duda de que Amelia llegó mucho más lejos de lo que se podría imaginar. En la culminación de sus metas descubrimos a unos padres entregados que alimentaron sus sueños a contracorriente de las normas
Es posible que todos esos sueños vivan en el cielo. La historia de la aeronáutica es balsámica porque las hazañas de quienes han intentado conquistar las alturas, minimizan la distancia a la que creemos nuestras quimeras. Abbás Ibn Firnás realizó el primer vuelo con unas alas de madera. Da Vinci ideó el ornitópero. Los hermanos Montgolfier patentaron el globo. Los Wright realizaron el primer vuelo de una aeronave. Y Charles Lindbergh cruzó el Atlántico sin escalas.
En los tiempos de Lindy, el nombre de una mujer irrumpía con fuerza huracanada en el mundo de la aviación. Amelia Mary Earhart conoció al amor de su vida trabajando como enfermera en la Primera Guerra Mundial. Vestía fuselaje, lucía un buen par de alas y su rostro coronaba con una hermosa hélice.
En 1923 consiguió la licencia de piloto, en 1927 se unió a la Asociación Aeronáutica Nacional y en 1928 le propusieron ser la primera en sobrevolar el Atlántico. Lo consiguió en 1932 y, dos años más tarde, también cruzó el Pacífico. En cada destino la vitoreaban miles de personas y el presidente Roosevelt la encomiaba. Su siguiente reto era insólito: una travesía de 47.000 kilómetros alrededor del mundo.
El 1 de junio de 1937, Amelia afrontaba el último tramo de su odisea, después de sufrir accidentes e incluso disentería. Debía hacer escala en la isla de Howland, un minúsculo istmo de 2 kilómetros a medio camino de Hawái. Las nubes dispersas hicieron imposible divisar el buque que la acompañaba en el periplo. El barco recibía los mensajes del Electra, pero no podía comunicarse con ella. Sus últimas palabras reflejan la agonía. “Estamos en posición 157337. No podemos verlos. El combustible se agota”.
El pueblo norteamericano no escatimó en un rescate de 4 millones de dólares y 250.000 millas peinadas. Hoy la búsqueda continúa, en manos del descubridor el Titanic, y mil y una teorías que rozan la paranoia.
En 2010 el reloj de Amelia Earhart fue llevado a la Estación Espacial por Shannon Walker. También tiene un planeta menor y un cráter lunar con su nombre. No hay duda de que Amelia llegó mucho más lejos de lo que se podría imaginar. En la culminación de sus metas descubrimos a unos padres entregados que alimentaron sus sueños a contracorriente de las normas. Desde muy pequeña, Amelia saltaba cercas, jugaba a baloncesto, se deslizaba en trineo y construía montañas rusas en el jardín. Su madre la vestía con pantalones y su padre le regaló un rifle con el que disparaba a las ratas del granero.
Cuando nos hacemos viejos, ser cómplices de los sueños de nuestros hijos será nuestra mayor contribución a la grandeza. Dinamitarlos, nos coloca en la parte abyecta de la historia. La educación es la mejor arma para acompañarlos. Como Dédalo aconsejó a Ícaro: “ni demasiado alto, ni demasiado bajo”, entre el cielo y las aguas en las que Amelia nos hizo creer que todo es posible.
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