La Región
JARDÍN ABIERTO
Simbología de la flor de amarilis en Navidad
LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ
Debajo del suelo hay un bosque. Debajo del asfalto, un sendero. Lo mejor que le puede pasar a un lugar es recordar quién ha sido. Que se noten las estrías del vivir. Que quede por ahí un diente de leche que no ha sabido crecer. Deberíamos considerar un tesoro impagable que permanezcan en nosotros algunas manías infantiles: saltar la baldosa impar, no pisar las sombras, elegir la nube buena y llevarla contigo. Bendito sea el vividero en el que puede rastrearse la presencia de los otros, de los que han empezado a organizar/desorganizar el suelo que pisamos y observar lo que han dejado aunque no lo sepamos usar bien ni se le dé la misma magia, porque los sucesivos venimos más prosaicos y también más lelos.
Toda ciudad debe recordar que fue pueblo. Y antes que pueblo, aldea. Y antes que aldea campamento. Nada es más revelador que ese trocito de muro milenario que ningún mentecato consiguió destruir, la calle que sobrevive a las urbanizaciones constantes, la plaza en la que todavía resuenan carros y caballerías si uno sabe colocar la oreja. Uno solo de estos lugares basta para sanarnos, como la palabra de Dios. Vivimos en lugares que son una profanación sucesiva, y es obligatorio buscar la redención en los pequeños lugares en blanco, en las carnes de los márgenes, donde no ha llegado la infección.
Toda vez que cruzamos el puente romano y conseguimos atravesar las terrazas que le han salido como un flemón, enfilamos la rúa Ribeiriño. Es esta la calle vieja de la orilla, el borde sagrado del río, por donde se llega a las viejas fuentes termales, que hoy son pasatiempo frivolón con socorrista, como si las abluciones balnearias requiriesen de un señor vigilante y de un control colegial. Pero es antes donde nos interesa pararnos. En la llamada plaza de Ribeiriño, una pequeña hendidura de la ciudad hacia el río, con la forma orgánica de los trazados anteriores, que no eran trazados sino apiñamientos naturales, donde resiste un pequeño caserío antiguo dispuesto en forma de media luna. Es todavía un rincón aldeano en las costuras de Auria, que, de pertenecer a otras geografías lo habrían protegido y sublimado como un tesoro, porque es todavía un tesoro. La placita, que tiene un roble debilucho como gran estrella vegetal, se ha consagrado a un parque infantil. Un parque infantil de estos de materiales artificiales, con placas anti chichones que están desmontando en todos los sitios, porque son tóxicos para los chavales, fomentan un juego pasivo de niños-robots y los separan de la tierra con sus bacterias educativas. Lo circunda un caminito todavía sin asfaltar y un grupo de casas coquetas, tradicionales, en piedra y madera, que alternan las que están arregladas con más o menos fortuna, las ruinas desdentadas y los solares con lienzos de muro recubiertos de espuma de poliuretano color fin del mundo. Este grupito de casas tiene la fuerza de la resistencia y el orgullo de las fachadas hermosas, con las solainas de madera, las ventanas hermosas, los pesados portones entablados que ningún artesano conseguiría hacer hoy. Llegar a pie desde el gran río o a través de la calle Ribeiriño, que más que fea es horrible, se siente como un regalo al corazón. Atrapada entre edificios apocalípticos, es una pista para comprender la ciudad y alienta a reencontrar el pasado y trasnformarla en una plaza honesta, restaurada y en comunión con la historia. Es un lugar para sonreír y comprender. Y también para soñar que Auria sobrevive en rincones inesperados a pesar del desprecio de sus habitantes.
Contenido patrocinado
También te puede interesar
La Región
JARDÍN ABIERTO
Simbología de la flor de amarilis en Navidad
Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
Miguel Anxo Bastos
Extremadura: la clave está a la izquierda
Sergio Otamendi
CRÓNICA INTERNACIONAL
Dos éxitos o dos fracasos
Lo último