Afonso Vázquez-Monxardín
Saudade do PSdG
TRIBUNA
El papa León XIV está por ver…; pero León XIII lo recomendaba. No por moda, sino por salud. “Que tu mesa -decía cuando hacía un elogio a la frugalidad gastronómica- esté siempre limpia… Que el chianti -vino italiano-, se halle libre de toda mezcla; solo así alegrará tu corazón y vivificará tu espíritu. Mas ten cuidado de no abusar …”-. Luego, tras una comida frugal, en la sobremesa aconsejaba tomar el café. Algunos, incluso vieron en aquel brebaje amargo, que habían traído, a Europa, los comerciantes venecianos desde Turquía, el secreto de su longevidad. La verdad es que, poco a poco, fue desbancando al chocolate. Mismo desoyendo a médicos que desaconsejaban el consumo. Alcott, por ejemplo, en su libro El té y el café señalaba que era un narcótico, y Hahnemann lo condenaba por el desequilibrio que causaban sus efectos.
En el siglo XVII, ya se había entablado el debate en torno a esta bebida, dentro de la Iglesia, más que nada porque tenía un origen musulmán. Pero, el Papa Clemente VIII, en un alarde de tolerancia, zanjaba la polémica y lo autorizaba. Luego, en el Siglo de las Luces se hicieron célebres los locales parisinos en los que se tomaba -el Valois, centro de los realistas; La Regencia, de los ilustrados; o el Lemblin, de los bonapartistas- no sólo por el brebaje en sí, sino porque entre café y café se maquinaban los entresijos de la Revolución Francesa. Aun así, será a lo largo del siglo XIX, después de introducir el cultivo en Haití, Santo Domingo o Brasil, cuando se dispara el consumo. Y, por lo tanto, a la par, crece el número de cafés públicos en todos los rincones del mundo; mismo en España. Jovellanos, los denominaba “casas de conversación”; y Mesoreno Romanos, al referirse a uno de los primeros locales madrileños, La Fontana de Oro, traía a la memoria a los parisinos, solo que ahora, en torno al café se daban cita, afrancesados y liberales. De inmediato, emulando a estas capitales, también hacen acto de presencia en Galicia.
Una ciudad culta y capital de un reino populoso, y por la que transitan los más de los viajantes que vienen a ella -decía-, no puede carecer de un auxilio tan cómodo y necesario para desahogo de sus naturales”. Lo cierto fue que al final obtenía autorización para servir “juntamente con café, ponches y otras bebidas de los tiempos; como también para establecer el Real juego de Billar y Chaquete
Si hemos de creer al cronista, uno de los primeros cafés, que aparecen en Santiago, data de 1812. Su existencia no es una insinuación sino una certeza. Los documentos que consultaba, Carro García, a principios del XX, en los archivos del Ayuntamiento santiagués, hacían referencia a una solicitud presentada por Francisco Lorenzo Noguerol. El ourensano, natural de Ribeiro -Celanova-, fabricaba cerveza y licores. Y visto el éxito de este tipo de locales, le solicitaba a la Corporación, un permiso para establecer en la ciudad del Apóstol, una Casa pública de Café. En la solicitud detallaba la justificación. “Una ciudad culta y capital de un reino populoso, y por la que transitan los más de los viajantes que vienen a ella -decía-, no puede carecer de un auxilio tan cómodo y necesario para desahogo de sus naturales”. Lo cierto fue que al final obtenía autorización para servir “juntamente con café, ponches y otras bebidas de los tiempos; como también para establecer el Real juego de Billar y Chaquete”.
Es evidente que, a lo largo de la centuria decimonónica, estos establecimientos más primitivos fueron ganando en proporciones, en servicio e higiene. Se convirtieron en puntos de encuentro propicios para las tertulias de la burguesía -al igual que los liceos o los casinos-. En la ciudad de las Burgas, en especial, comenzaron a ser espacios de cultura y de cohesión social. La capital, en las postrimerías del siglo XIX, disponía de buenos locales. Tanto el Café Suizo, situado en la Plaza Mayor, como La Regional, en la calle San Miguel, o La Unión, en la de Pereira, eran frecuentados, a menudo, por la intelectualidad auriense. En el Ourense finisecular, a las peroraciones semanales de médicos, catedráticos, abogados, o poetas, en el Café La Unión, por ejemplo, le sucedían representaciones teatrales y zarzuelas. A veces, primero se estrenaban aquí antes de recorrer los demás escenarios de la ciudad -La Artística, El Liceo o el Círculo Liberal-. Era habitual ver en ellos a personajes insignes. Lamas Carvajal frecuentaba el Café Suizo, y Luciano Cid, director del Álbum literario, el Café La Unión. Precisamente, en alguna ocasión, sus lindezas le causaron, en ese local, más de un susto. No es que los incidentes fuesen frecuentes en el Café; no. Pero tener la lengua larga, por lo general, traía consecuencias. Acalorados por la palpitante política, las discusiones, a veces, pudieron acabar en tragedia. Pese a todo, la mayoría de ellas, los conflictos no pasaban de ser verbales. Quedaban relegados, con frecuencia, al debate intelectual.
Los Cafés ourensanos en el XIX ya ofertaban una cartelera variada de actividades culturales. En el teatro Guignol del Café La Unión se ponían en escena pequeñas obras de teatro o zarzuelas como El dúo de la africana de Caballero, La verbena de la Paloma de Bretón o El Monaguillo de Miguel Marqués. Además, rivalizaba con el Café La Regional. Ambos, solían anunciar el programa en la sección de Espectáculos del diario El Miño. No siempre era el arte escénica la protagonista; también tenía una gran importancia la música funcional. Un trío, o un quinteto, hacía las delicias de los asistentes. Y, cuando no era posible, el propio pianista del local -como el reputado Alberto Muñoz ligado al Café La Unión-, propiedad de Rodríguez Santos, amenizaba la sesión. Es comprensible, pues, que algún escritor se atreviese a decir que “los Cafés han contribuido por manera singular en Europa al desarrollo de la civilización y de la democracia, en segundo renglón, después del cristianismo”. Quizás resulte presuntuoso siquiera pensarlo; pero, aquí…, ¿acaso no tuvieron algo que ver para que, luego, Ourense se convirtiese en la “Atenas de Galicia”?
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