La capilla de San Lázaro

LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ

Publicado: 15 oct 2025 - 00:10

Opinión en La Región
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El paisaje de superficie es un engaño. Eso que sobrevive hasta nosotros es fruto del azar. Y lo que vemos no es lo que estaba allí. En otras geografías, el paisaje se transmite intacto porque hay sociedades con amor hacia lo propio. Sociedades que no son la nuestra. Países que hacen bien las cosas desde hace mucho tiempo. Que supieron cortar la cabeza de sus reyes, por ejemplo. Que compran grandes extensiones de tierra para protegerlas. Y que conservan ciudades enteras, que hacen crecer sus bosques, que tienen orgullo de sí. Tal vez se trata de eso. De cariño hacia uno mismo. De saberse suficiente y gustarse tal y como eres. Al final, en la arquitectura y en la vida, se trata de la idea que se tenga sobre uno mismo. Sólo así se entiende que en sociedades que odian su propia cultura ancestral, la reacción sea siempre la de darse con el garrote en la cabeza propia, la de acabar con el pasado común y cubrirlo todo de cal consigo dentro. Aquí, la automutilación se ve en quienes destrozan la casa de sus antepasados para echarle una planchada de hormigón, en los que cementan los caminos milenarios, que vierten el escombro al campo y los purines de las granjas al río, los que talan los bosques antiguos para monocultivo de árboles extranjeros.

Es esta la sociedad en la que hemos nacido. Estas son las reglas del juego. Qué le vamos a hacer. Nada o casi nada de lo que hemos visto y amamos tiene papeletas para salvarse. Ni nuestros recuerdos más íntimos están a buen recaudo. Al contrario: hay que despedirse de lo que amamos porque seguramente será aniquilado por algún alcalducho que se pasa toda la legislatura pellizcándose el brazo porque no se ha visto en otra. Parece que siempre ha sido así. La capilla de la que hablamos hoy, la capilla de San Lázaro, fue otra de estas bromas pesadas. Antes de estar en Peliquín, estaba en el parque de San Lázaro, pero se les ocurrió cambiarla de sitio después de otro cambalache más grande, traer la iglesia del convento de San Francisco al viejo campo del lazareto.

Mi madre recordaba esta capilla novecentista en su lugar original. Un edificio pequeño, historicista, con varios cuerpos, un gran arco peraltado con el escudo de la ciudad que la mareó en el tiempo, pináculos y una hermosa espadaña. Toda facturada en buena piedra morena, que fue numerada, trasladada y abandonada muchos años antes de que a otro se le ocurriera armar el puzle de nuevo. La capilla, que dejó viudo al parque, empezó una nueva vida en su nuevo barrio junto al río. Casi parece que lleva toda la vida allí, en una placita empedrada muy tierna, en esas afueras maravillosas de Auria, donde uno querría envejecer y ser feliz fuera del ruido de los hombres. Aunque los pobres vecinos de este barrio se ven ahora cazados una vez más por el progreso, porque la cosa del AVE ha decidido entrar a la ciudad por su lado y no se les ha ocurrido cosa mejor que aislar las vías de la gente construyendo un muro terrible y encajonador. Lo que para algunos sería una privacidad cinco estrellas, para otros es un apartheid de urbanismo siniestro. Este lugar, que cualquier corazón justo vería como la puerta a un gran jardín con Oira y el castro contiguo, se va a convertir en un pedazo de ciudad desgajado de la propia ciudad. Otra zancadilla a sí misma de una Auria incapaz de soportarse.

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