Los aisladores cerámicos

LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ

Publicado: 26 mar 2025 - 01:55 Actualizado: 26 mar 2025 - 07:35

JÍCARA
JÍCARA

Hay que procurar pensar agradable cuando se pasea. Intentar poner las manos hacia atrás para ensoñarse hacia delante. Así se gana prestigio en la espalda y, además, uno se obliga a levantar la mirada. De este modo la ciudad no sucede frente a nosotros, sino que va pasando por arriba y por debajo, que es un ejercicio más divertido y más conveniente. Caminamos sobre el cadáver del pasado que no le importa a nadie, porque lo que se conserva es, casi siempre, una casualidad. Lo que llaman patrimonio, que no es más que la vida de ayer atrapada en algo físico, sigue ahí porque ha salido más barato no echarlo abajo o porque nadie ha tenido todavía una idea fantástica para reventarlo. Por eso caminar con las manos hacia atrás, como una estrategia de paz, hace que a la cabeza lleguen solo pensamientos buenos y sirvan como escudo ante la frustración. Porque basta un paseíllo, salir a hacer un recado doméstico, comprar el pan, ir a la modista, para llevarse un sopapo en la cara y pensar que todo está perdido, que este lugar se merecía algo mejor, que uno transita por una ciudad a la deriva.

Los cables, promesa de futuro en unos edificios sin agua corriente, se protegían de contactos y humedades con aisladores cerámicos

Insisto: manos hacia atrás. Mentón ligeramente hacia arriba. Corazón abierto hacia lo bueno. Es ahí cuando aparecen llamados al ojo. Quizá se consiga una visión selectiva y dar esquinazo a los primeros fogonazos feístas que hacen doler las entrañas, esos ríos de cables que cuelgan de las fachadas y cruzan calles. Una maraña imposible, sobrecolocada en un improvisar eterno, de operario chapuzas a operario chapuzas, reina sobre la piedra, como si ningún arquitecto municipal hubiera levantado la ceja mientras todo se convertía en una jungla gobernada por la compañía de la luz, por los del teléfono, por los del gas. Si se alcanza a ver más allá se pueden comprender los edificios desnudos previos al desarrollo-cataclismo, cuando la ciudad tenía una verdad perdida. Fue aún ayer cuando las fachadas estaban limpias de tanta mandanga civilizatoria y, lo que llegaba entonces desde las fábricas de luz era tibio y respetuoso, con la escala de aquel tiempo, antes de que todo se hubiera puesto a gritar en un estruendo insoportable. Aquellos cables eran hilos de metal recubiertos de lino y algodón, enfundados para las intemperies y con los polos separados para no dar un latigazo de progreso en la mano cercana.

Los cables, promesa de futuro en unos edificios sin agua corriente, se protegían de contactos y humedades con aisladores cerámicos. Todavía pueden verse en algunas fachadas de edificios viejos de la ciudad vieja, que sigue abandonada por su mitad. Los hay de varios tipos, todos preciosos: los cilíndricos que conducen el cable trenzado, los de forma de hongo, los que son como un carrete y tienen una muesca para sostener el hilo en tensión... No es difícil localizarlos. Ahí siguen. Hermosura en porcelana, como una vajilla industrial cocida para las casas, de cuando lo útil era bello. Sigo vigilando muchos de estos aisladores secretamente, por si a alguien le da por llevárselos y dejar a la ciudad todavía más huérfana o, también se podría decir, los rescaten para darles una vida mejor antes de que todo se venga abajo. Me entusiasman los de la calle del Peligro, en el tramo en que se tuerce, junto a un edificio ardido y otra casa abandonada. Están al alcance de la mano y es un regalo sentir su presencia. Ojalá duren, como las ruinas, y aguarden un par de generaciones. Quizá aparezcan nuevos habitantes con voluntad de cuidarlos.

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