El día que Jesús Gil fue inocente

LA OPINIÓN

El excéntrico Jesús Gil, hablando por teléfono desde el jacuzzi.
El excéntrico Jesús Gil, hablando por teléfono desde el jacuzzi. | La Región

Es el primero de octubre de 1993, la víspera del primer derbi de la temporada que disputarán atléticos como locales y madridistas como visitantes. Jesús Gil reposa la cena despreocupado, en su finca de Valdeolivas, entre Ávila y Toledo, a 140 kilómetros de la capital. Se recuesta en el sofá y enciende la televisión. Un informativo urgente anuncia que varios grupos de ultras blancos han profanado el Vicente Calderón, asaltando la puerta 9. La situación parece acuciante. El presidente rojiblanco, teléfono en mano, observa las imágenes con estupefacción mientras su rictus abandona la laxitud. La Policía Nacional entra en escena generando un ambiente detectivesco. Una cámara penetra en el estadio y descubre a los fanáticos prendiendo una hoguera y colonizando el palco. “Vamos a quemar el Calderón”, dicen los unos, “venimos a sentarnos donde se sienta el gordo”, dicen los otros. “Esto es contraproducente”, replica Gil desde el sofá de su casa sin acertar a utilizar el teléfono inalámbrico al que se ase como salvoconducto.

La televisión emite las primeras detenciones en los intestinos del coliseo, pero un puñado de forofos se amotinan en el despacho de Gil, usando como rehén al gerente del equipo, Clemente Villaverde, al que maniatan. El hijo del presidente, turbado, llega al lugar de los hechos. Su conato de diálogo es rechazado por los exaltados. “Queremos hablar con tu padre”. Jesús Gil intenta tomar las riendas: “Qué es lo que quieren estos hijos de puta. Nombra una comisión con tranquilidad, que hablen conmigo y ya está. No dramaticéis”.

Los periodistas acceden a la oficina. Las imágenes, grotescas, recuerdan a cualquier cinta de neorrealismo. Copas ultrajadas, litronas de Mahou y cánticos viscerales. Por fin se produce la comunicación entre cabecillas. “No rompáis nada”, pide Gil. Los ultras advierten de diez bombas colocadas en el graderío que estallarán si no cumple las peticiones. Gil replica todas con cadera. Piden a Futre para el Madrid, pero objeta que no lo quieren ni Mendoza ni Floro. Exigen entradas para el partido pero inquiere la cantidad. Accede a fotografiarse con una remera blanca si ellos visten la colchonera. Niega la cabeza de Imperioso por ser un animal noble y se planta cuando le piden ser presidente del Madrid. “Yo creo que no queréis llegar a ningún acuerdo”, sentencia.

La negociación salta por los aires y tres explosiones sacuden el estadio, la más fragorosa descabalgando el escudo de las barras, el oso y el madroño. La policía controla la situación, se suspende el partido y cuando todo parece bajo control, un reducto irrumpe en la vivienda del presidente. Ellos mismos portan la resolución del caso: un ramo de flores, un monigote de papel recortado y una sintonía inconfundible.

Es anecdótico que el adjetivo inocente vaya de la mano del que fuera alcalde de Marbella y presidente del Atlético, pues su rosario de causas daría para componer los sonetos de Shakespeare, pero Jesús Gil y Gil es el protagonista absoluto de una de las inocentadas más recordadas de la historia patria. Una efeméride que nos conmina a estar atentos a todos los embustes y trampantojos que hoy son licencias en los titulares de la prensa, pero que mañana desafiarán nuestra información en la temible época de la posverdad.

@jesusprietodeportes

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