Jenaro Castro
TRAZADO HORIZONTAL
Abono único del embuste
LA OPINIÓN
Eric Moussambani nació en Malabo en 1978. Creció fascinado por la época gloriosa del atletismo en que Marita Koch, con asterisco, o Griffith-Joyner estrechaban los límites de lo imposible. La oportunidad de participar en los Juegos de Sídney se le cerró porque el equipo de Guinea Ecuatorial estaba completo, pero en enero le comunicaron una grieta. Un programa para incentivar la participación de países en desarrollo les otorgaba nuevas plazas. Tan solo había un inconveniente. Era en natación y Moussambani no sabía nadar.
Las zambullidas en los ríos locales y los consejos de los pescadores eran su palmarés. Sin entrenador, asumió el desafío en solitario. Un hotel le prestó su piscina de 15 metros. Tres días por semana y de 5 a 6 para no cruzarse con los huéspedes. En aquel vaso para turistas forjó un estilo anárquico y rudimentario para plantarse en los Juegos con menos de cien horas de entrenamiento.
Llegó a Australia sin saber dónde estaba para asir la bandera de su país. Su desfile, cabizbajo y azorado, era premonitorio. Se presentó en la villa con unas bermudas. Un entrenador sudafricano le preguntó si iba a la playa. Le regaló un bañador azul reglamentario y lo tuteló: “me enseñó todo. Me dio la técnica para sumergirme y empujar con los pies para salir con fuerza en la vuelta”.
Los primeros metros fueron tan violentos que maltrataba el agua. El escaso dominio del viraje lo sentenció: “me entró agua en la nariz y empecé a desorientarme".
Cuatro días después era su turno. Contempló aquella piscina de 50 metros con la misma estupefacción que arrobó a Núñez de Balboa cuando divisó el Pacífico. Unas 14.000 gargantas avivaban la zozobra. Moussambani nadaba con un nigeriano y un tayiko, llegados a la prueba con su mismo salvoconducto. El destino volvió a jugar a los dados y provocó dos salidas falsas para que nadase solo. Sin titubear se lanzó como el nadador a su tumba. Los primeros metros fueron tan violentos que maltrataba el agua. El escaso dominio del viraje lo sentenció: “me entró agua en la nariz y empecé a desorientarme". Éric perdía fuelle. No era capaz de dar patada y la flacidez de sus brazos rogaba por unas corcheras que ansiaba agarrar. La grada lo entendió y pasó del desconcierto a la barahúnda. Lo empujaron como nunca a nadie. Éric ‘la Anguila’ tocaba pared empleando el doble de tiempo que un Van den Hoogenband que había batido el récord mundial poco antes. Se asió a la tierra y saludó al público que lo había propulsado. “Los últimos 15 metros han sido muy difíciles”, dijo.
La prensa lo convirtió en icono, efigie de la superación y la resiliencia; Speedo le ofreció un contrato millonario; Guinea construyó dos piscinas; fue entrenador nacional y, en los dos últimos Juegos, su país clasificó a dos nuevos nadadores. Hoy, el bañador azul reglamentario que le regaló el entrenador sudafricano, luce en el Museo Olímpico de Laussane, al lado del del mayor mito de los cinco aros: Michael Phelps.
En los prolegómenos de los Juegos de 1908, el arzobispo de Pensylvania pronunciaba la frase más famosa en la historia del deporte: “lo más importante no es ganar, sino competir, así como lo más importante en la vida no es el triunfo sino la lucha. Lo esencial no es haber vencido, sino haber luchado bien”.
La carrera más lenta de la historia de los Juegos cumple 25 años para recordarnos que todo lo que se lucha, merece la pena.
@jesusprietodeportes
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