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Es fácil para cualquier ciudadano hacerse cargo de manera empírica de un hecho relevante: una parte singularmente elevada de quienes residen en las ciudades gallegas poseen tierras y casas en el campo. Las estadísticas ratifican esta impresión intuitiva. Concretamente, Ourense es la ciudad gallega en la que más personas mantienen la casa rural en la que han nacido, o bien se han construido una segunda vivienda. De este modo, se ha ido forjando, a través de unas cuantas décadas y varias generaciones, un robusto vínculo entre la ciudad y el campo, que todavía no ha sido cancelado por completo nos nuestros días. Cabe mencionar que este hecho ha tenido una repercusión también en la dieta de la población urbana que no recogen en absoluto las estadísticas. La propiedad de las tierras, que ha sido básicamente preservada, hizo posible que aquella parte de la familia que trasladó su residencia habitual a la ciudad, en la que ejerce su profesión, pudiese retornar los fines de semana a la casa rural en que habitaban sus restantes familiares y cargar el coche con patatas, verduras, fruta y alguna gallina desplumada o delicatessen del cerdo conservado en el arcón congelador, etc.
Concretamente, Ourense es la ciudad gallega en la que más personas mantienen la casa rural en la que han nacido, o bien se han construido una segunda vivienda.
Muchos de ustedes habrán visto cosas parecidas a lo que les voy a contar, que hace referencia a Ourense, pero puede observarse también en otras muchas ciudades. Cuando en los años ochenta impartí docencia durante diez años en la Escuela de Magisterio tuve un colega cuya mujer, maestra de profesión y residente en la ciudad, se desplazaba diariamente con otras compañeras a dar sus clases en una escuela rural. Pues bien, tengo noticia de que con frecuencia regresaban a sus casas con el coche cargado de verduras y frutas que por agradecimiento les daban las madres de sus alumnos.
Este trasiego de personas y víveres testimonia la persistencia del perdurable cordón umbilical campo-ciudad que aún se mantiene, y que ha sido posible por la generalización de la pequeña propiedad en toda Galicia, un triunfo histórico del campesinado. También por la vigencia de un mosaico de huertas salpicadas por la totalidad del territorio (muy especialmente, en el Ourensano), que por su reducido tamaño la estadística desdeña y el censo catastral, si es que no omite, al menos no resalta. Este fenómeno, en mi opinión, reviste una importancia de primerísimo orden, por cuanto influye en el aporte nutricional de una gran parte de nuestra sociedad. Así pues, conviene parar mientes en el trascendente papel que desempeña la Gallaecia Hortícola.
Algunas aproximaciones sociológicas ponen de manifiesto que en las urbes gallegas ha sido una constante el absentismo laboral de un sector significativo de los trabajadores y empleados públicos que cogían la baja en los momentos críticos de las labores del ciclo agrícola, en los que se requería una intensificación de la mano de obra y no eran bastantes los brazos de los familiares residentes en el campo. Reclamaban sus días libres por asuntos propios, y si estos no bastaban pretextaban enfermedades ficticias, para ocuparse de la vendimia, la cosecha del maíz o de las patatas, o bien para atender la matanza del cerdo, y las labores de la huerta y las pequeñas fincas.
En los numerosos pueblos distribuidos por todo el país, una parte sustantiva de su población disponía de una huerta anexa a la vivienda o bien instalada en una finca de las inmediaciones. Mi propio abuelo, médico de profesión, oriundo de Cortegada de Baños, se trasladó a Cangas para poder seguir una dieta píscea que se acomodara a sus achaques de salud, tenía una huerta con sus gallinas, en la parte de atrás de la céntrica vivienda que alquiló en la calle Real. Cuando yo era un niño pequeño me gustaba acompañar a mi abuela cuando trajinaba en la huerta, por lo mucho que me divertía perseguir a las gallinas.
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