Miguel Anxo Bastos
Extremadura: la clave está a la izquierda
TRIBUNA
Tal cual… Parecía, realmente, un personaje sacado de la novela picaresca. Al igual que el Lazarillo, el ourensano también sirvió a muchos “amos”. Si uno llegaba al oficio de pregonero, el otro se convertía en guarda del cementerio de Barcelona. Uno y otro, habían roto todos los clichés. Ambos ascendían en el escalafón social. Se convertían en funcionarios públicos. El primero, era un anunciador, en voz alta, de los bandos municipales; el segundo, “maitre de la necrópolis condal”. Bien es cierto que, para llegar ahí, no fue sino aprendiendo de la escuela de la vida. La del Lazarillo es bien sabida. Pero la del guarda del Cementerio Viejo de Barcelona, merece ser contada…
Con apenas once años, aprovechando que aquella compañía ecuestre, hacía una gira por España, decidió unirse al grupo de artistas
Enrique Gualder nacía, en 1878, en la ciudad de As Burgas, en el seno de una familia muy religiosa. Era el menor, nada más y nada menos, que, de 23 hermanos. El sueldo del padre, que era guardia civil, había que estirarlo, al máximo, para poder llevarse, en casa, un bocado a la boca. Desde muy pequeño, siempre había sido un niño muy inquieto. Enseguida lo demostró. Tan pronto como vio, por primera vez, el Circo que Secundino Feijóo montó en la travesía de la calle Alba, soñó con convertirse en un personaje importante del espectáculo circense. No paró hasta ser titiritero.
Con apenas once años, aprovechando que aquella compañía ecuestre, hacía una gira por España, decidió unirse al grupo de artistas. Durante dos largos años, viajó por distintas localidades españolas, actuando de payaso. Cuando regresa a Galicia, el padre lo obliga a volver a Ourense. Lo inscribe en un colegio interno religioso. Casi sin percatarse, por no desilusionar a la familia, se vio vistiendo el hábito de novicio. Pero, tomando como excusa que el país necesitaba, en el ejército, jóvenes, creyentes y patrióticos, que defendiesen las últimas colonias, amenazadas por el imperialismo americano y la barbarie indígena, se alistó en él para ir a combatir a Cuba. De repente, se convertía en soldado, mientras Weyler asumía la Capitanía General de la isla. Los horrores de la guerra, la falta de recursos, la mala preparación de los soldados, o el desconocimiento del medio, lo desmoronó. Aun así, fue la fiebre amarilla, la que lo devolvió a la península.
En España, el panorama tampoco era, especialmente, bueno. No había motivos para la euforia; menos aún en el seno familiar. Los hermanos se habían dispersado y el padre, fallecido. Sin alicientes, la madre buscaba refugio en la fe. Rezaba para que volviese a vestir los hábitos. Y lo hizo.
En busca de su identidad pasaba de soldado a fraile. Ingresaba en la Orden de los Hospitalarios. Todos lo conocían como Fray Amador. Durante un lustro, pasó cuidando a enfermos, a pobres, y a huérfanos, hasta que quedó prendado de la hermana de uno de los niños desamparados. “Dentro de mi hábito burdo -decía- contemplaba a las parejas de novios con envidia”. No obstante, Amelia -aquella joven que había idealizado-, tenía un novio torero, Machaquito. Tuvo tan mala suerte que, si bien, casi nunca, se arrimaba a los toros, los celos, sin embargo, lo llevaron a desafiar al fraile. Tras el altercado, abandonó la orden y marchó para Barcelona. En la ciudad Condal, se afilió al partido de Lerroux. Pronto formó parte de la Guardia Revolucionaria, compuesta por un grupo de jacobinos que había roto con los Jóvenes Bárbaros y que, ahora, pretendía hacerse con el poder de las juventudes radicales. Era la punta de lanza de la revolución. Sus miembros desempolvaban, con una gran capacidad de movilización, las consignas antibelicistas y anticolonialistas. Desde ese instante, no hubo trifulca en la que no estuviese. Sin más, se convirtió en un huésped habitual de las dependencias penitenciarias. Más aún, tras la batalla campal que se produce en las Ramblas entre radicales y tradicionalistas. Comparece ante el Tribunal e ingresa una temporada larga en prisión. En una de las detenciones, durante la Dictadura de Primo de Rivera, incluso, lo encierran en el manicomio de San Baudilio de Llobregat.
Ni su hijo ni su mujer le habían hecho asentar la cabeza. Pero fue, formando parte de la guardia cívica, tras verse envuelto en un altercado con muertos en la calle de San Ramón, cuando se dio cuenta de que aquel hecho tenía que ser un punto de inflexión en su vida. Algunos testigos lo señalaron como un pistolero del Sindicato Libre. Enseguida, las fuerzas del orden lo detenían y, después de un consejo sumarísimo, el general López Ochoa, lo sentenciaba a muerte. La milagrosa intervención de Maciá y Companys, hizo que, primero le cambiasen la pena, y, luego, lo liberasen. Aquella traumática experiencia hacía que, definitivamente, se retirase del activismo sindical.
Desde aquel instante -decía- “veía los toros desde la barrera”. Con cincuenta y siete años cuidaba, cada día, como guarda del viejo cementerio de Barcelona de aquel remanso de paz. Había sido artista circense, novicio, fraile, soldado, lexurrista, revolucionario, condenado a muerte por ser pistolero, y, por último, guardián de cementerio. No es sorprendente que el periodista que lo entrevistaba para la revista Mundo Gráfico se atreviese a decir que, en aquel ourensano, “lo cómico, lo absurdo y lo romántico se enlazaba, caprichosamente, formando una vida maravillosa”.
Contenido patrocinado
También te puede interesar
Miguel Anxo Bastos
Extremadura: la clave está a la izquierda
Sergio Otamendi
CRÓNICA INTERNACIONAL
Dos éxitos o dos fracasos
Chito Rivas
PINGAS DE ORBALLO
As esperas teñen idade?
PERDÓN POR LA MOLESTIA
Los rojos que eran (viejos) verdes
Lo último
EL MACHISMO NO CESA
La violencia de género no da tregua: 2,4 denuncias al día en Ourense
UNA VIDA DE COLECCIÓN (VIII)
Cuando lo importante es tirar y bailar bien
COLOR DEL AÑO
Cloud Dancer: minimalismo, calma y moda en un solo color