Opinión

La deriva mundial de la derecha

Desde aproximadamente 2005 ó 2010, el mundo asiste a un fenómeno político novedoso. Se están recuperando y actualizando -e incluso democratizando superficialmente- las viejas ideologías extrademocráticas de antes de la conflagración mundial, y muchos analistas dicen que estamos de vuelta en los tiempos de la República de Weimar. El socialismo “real” derrotado por su propia imposibilidad práctica, como certificó la implosión de la URSS, llevaba desde los noventa reinventándose en todo tipo de experimentos que al final sólo fueron superficiales, estéticos, pero a duras penas lograron esconder el comunismo ortodoxo y liberticida de su núcleo duro. Es una izquierda que se sitúa más allá de la socialdemocracia, fuera de las líneas rojas del marco de la democracia liberal. A finales de esa primera década del siglo XXI empieza a tomar forma en la derecha el “opposite number” de ese movimiento izquierdista. Comienza a contraponerse a la nueva izquierda radical una nueva derecha radical que, de igual manera, a duras penas logra esconder su núcleo duro situado más allá del conservadurismo, fuera también de las líneas rojas del marco de la democracia liberal. 

En efecto, hacia 2008 ó 2010, un contingente relevante dentro del conservadurismo europeo y global comienza a transitar hacia “otra cosa”. Lo que les sucede es que descubren que la evolución cultural de las sociedades democráticas ha ido por derroteros que no les gustan ni un pelo. Quizá el factor detonante de su desafección sea el reconocimiento del matrimonio igualitario a lo largo de esa primera década de nuestro siglo. Es simplemente la gota que colma el vaso para esos conservadores, después de décadas aguantando una paulatina secularización de las sociedades y un avance sostenido de libertades que a ellos no les agradan y que, es necesario reconocerlo, están remodelando las sociedades. Así pues, a finales de esa década muchos conservadores ya no soportan el marco de gobernanza derivado de la Ilustración liberal, al menos en su evolución contemporánea, y empiezan a mirar más allá de sus líneas rojas en busca de ideas y de aliados diferentes. Naturalmente, los sectores más inteligentes de la ultraderecha extraparlamentaria, acostumbrados a moverse en política con muy escasos recursos, ven la oportunidad de una fusión que les deparará a ellos cargos orgánicos y posibilidades de llegar a las instituciones. Surge de esa hibridación una derecha radical qu no podemos llamar fascista pero tampoco democrática, situada a caballo entre ambas realidades, con un pie a cada lado de la línea fronteriza entre ellas.

Pero sucede algo más en esos mismos años. Cambia en gran medida la estrategia rusa orientada a hackear nuestras sociedades en persecución de lo único que a ese régimen interesa: la hegemonía geopolítica. Con el mayor “fondo de reptiles” de todos los tiempos, estimado con enorme prudencia en unos doscientos mil millones de dólares por Bill Browder, autor de “Orden de embargo”, Putin decide dejar de comprar políticos mainstream e intenta en cambio inducir cambios sistémicos en Occidente. Es consciente de la desafección de una parte de los conservadores, y analiza acertadamente que el detonante puede ser la cuestión sexual y de género. Comienza poco a poco a favorecer la aparición de una nueva derecha radical en Occidente. Si más no, le servirá para desestabilizar los países -y la Unión Europea-, y allí donde logren adquirir poder, serán aliados relevantes para Moscú o por lo menos no entorpecerán sus planes en política exterior. Así, apoya a Trump, dos veces a Le Pen y quién sabe a cuántos partidos y movimientos de la nueva derecha extrema en Europa y alrededor del mundo, mientras mantiene sus alianzas con los Estados totalitarios de izquierda heredadas de la URSS. Esto cuadra con el eclecticismo ideológico del Kremlin.

Los primeros experimentos fueron Hungría y Polonia. Orbán acuña, ya en 2014, los términos “democracia iliberal” y “Estado iliberal” para referirse al nuevo modelo que pretende implantar en su país sin prescindir por ello de la suculenta transferencia de fondos de la Unión Europea, como un parásito aferrado a países que, pese a tener arraigados unos valores mucho más liberales, deben pagarle para que lleve a Hungría por la senda opuesta. Empiezan a hacerse ricos y potentes los partidos de la nueva derecha radical, que aunan facciones descontentas del conservadurismo estándar con cuadros y operativos procedentes de la extrema derecha extraparlamentaria. País tras país, comienzan a surgir esos partidos mixtos, en un imposible equilibrio que, con el paso del tiempo, se va escorando hacia las posiciones extremas aunque cuida mucho de no parecerlo en las formas. En muchos casos, la financiación procede de organizaciones próximas a la todopoderosa Iglesia Ortodoxa Rusa, que desde la llegada de Cirilo I al patriarcado de Moscú tiene una enorme influencia sobre Putin. Es impredecible el recorrido futuro de esa nueva forma de derecha tan carente de valores burgueses e ilustrados, y enraizada en el nacional-populismo de hace ahora unos noventa años.

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