Opinión

El dinero de Putin


La fortuna de quienes hoy conocemos como “oligarcas” rusos se debe principalmente a concesiones recibidas en la época de las privatizaciones o mediante licitaciones amañadas u otros negocios privilegiados, otorgados por el Estado. Es dinero fácil asegurado desde el poder, cuando no un cuidadoso saqueo de recursos públicos que, lejos de devolverse a la sociedad mediante privatizaciones fragmentadas y transparentes, en un marco de plena liberalización de los sectores y competencia real, ser entregan a una guardia pretoriana de personas de confianza que desempeñarán en adelante el papel de exitosos businessmen capitalistas… sin ser ni remotamente tal cosa. Es deplorable que, encima, tengamos que escuchar a la izquierda cargar contra el capitalismo usando como ejemplos a estos personajes, que son cualquier cosa menos capitalistas.

Hay diversas opiniones sobre cuánto del dinero así obtenido, cuya titularidad formal es de estas personas, es realmente suyo, y qué otro porcentaje forma parte en realidad del “fondo de reptiles” a disposición de Vladimir Putin. Es el mismo modus operandi que se aprecia en la Hungría de Viktor Orbán. En todo caso, otra gran parte de la fortuna total, imposible de cuantificar, habría sido ennegrecida, blanqueada después y situada en sociedades pantalla por todo el mundo. No es improbable que el cálculo realizado por Bill Browder, autor del bestseller “Orden de embargo”, sobre la oligarquía del régimen ruso, se haya quedado muy corto. Y eso que él habla, como mínimo, de doscientos mil millones de dólares. En cualquier caso, parece evidente que la masa de dinero líquido manejable por Putin y su entorno directo para operaciones políticas e ideológicas exteriores es ingente, inabarcable. Probablemente se trate de la mayor bolsa mundial de dinero opaco para fines políticos. Por hacer una comparación, recordemos que la mítica fortuna de George Soros, a quien se ha llegado a considerar como una especie de rey Midas con capacidad de alterar procesos políticos, tumbar gobiernos y cambiar la mentalidad de sociedades enteras, no llega ni siquiera a los diez mil millones de dólares según la revista Forbes. Y ese sería el monto de su fortuna completa, no de la parte destinada a estos fines. Vamos, que Soros es un pobretón al lado de la fortuna colosal aparentemente “distraída” por Putin y los suyos para cambiar el mundo.

Si Putin siempre había tratado de influir en Occidente comprando políticos mainstream, en los últimos diez o quince años se advierte una clara conservadurización del zar y de su entorno. Sin dejar de lado aquella estrategia, se ha observado una creciente intensificación del apoyo a a movimientos iliberales. La aparición en escena de un nuevo Putin más conservador o tradicionalista, tuvo su presentación en sociedad durante los juegos olímpicos de Sochi, a principios de 2014. Putin exhibió de forma muy disruptiva su desprecio por las personas homosexuales. Podía haber elegido cualquier otra polémica, pero escogió precisamente el detonante que había llevado a toda una parte de la derecha moderada occidental a perder los estribos y salirse del paradigma de la democracia liberal para buscar aliados externos a ésta. Putin les dijo lo que querían oír, e incluso lo que querían decir ellos mismos pero no se atrevían. Quizá dispuso de estudios sociométricos sobre el enfado del conservadurismo occidental por esa cuestión, o simplemente tuvo una intuición acertada. Fue un movimiento rentable que convirtió a Putin en un icono de la Alt-Right. Comenzaron a circular memes gráficos de Putin cabalgando a pecho descubierto. Esa derecha “alternativa” (en realidad, extrema) afirma desde entonces que Rusia representa un derechismo fresco y desacomplejado, mientras que los Estados Unidos son ahora la encarnación del izquierdismo “woke”.

Parece mentira, pero aquella visión tan simplista llegó a calar en una parte de las sociedades occidentales, aportando una legión de fans occidentales a un Vladimir Putin idealizado. El enamoramiento de esa parte de la derecha occidental, cuyo máximo exponente es el político italiano Matteo Salvini con sus famosas camisetas de Putin, duró hasta que el zar decidió invadir Ucrania y persiste aún en su facción más extremista. Ven en él un defensor de la virilidad, la misoginia y la homofobia, en contraste con unos líderes occidentales que, a su juicio, son demasiado “blandos”. Le creen martillo de yihadistas en Siria, cuando en realidad es el hermano mayor del terrible dictador al-Assad y el socio de la brutal y arcaica teocracia iraní. Aplauden su feroz historial genocida en las guerras del Cáucaso y su anexión de Crimea mediante un referéndum de cartón bajo ocupación militar. En general, cuando nos preguntamos cómo es posible que de pronto y simultáneamente, en pocos años, hayan brotado por todo Occidente unos treinta o cuarenta partidos viables de la nueva derecha radical, apliquemos la pregunta romana “cui prodest” (¿a quién beneficia esto?) y tirando del hilo llegamos al ovillo moscovita. La respuesta más lógica se encuentra en el fondo de reptiles de Vladimir Putin.

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