Opinión

Putin intenta moldear Occidente

Desde los primeros años de la década de 2010, Rusia se ha volcado en el cultivo cuidadoso de lo que puede denominarse una “nueva derecha radical” internacional, que surge de combinar el conservadurismo normal, decepcionado por la marcha del mundo moderno, y los viejos movimientos de derecha autoritaria que, anestesiados desde 1945, resurgen por todas partes con mayor o menor actualización estética según el país. Pero el régimen del Kremlin es pragmático, y esta novedad no anula sus anteriores alianzas con la extrema izquierda, muchas de ellas heredadas de la Unión Soviética, por ejemplo el régimen cubano y su expansión latinoamericana, con Venezuela como buque insignia. Extrema izquierda y extrema derecha sirven al mismo fin para Putin, y el zar del siglo XXI no tiene el menor problema con esta aparente “esquizofrenia ideológica”, que también tiene una expresión doméstica en el sincretismo político al combinar sin pudor, y a veces de forma kitsch, la simbología y la épica monárquica y comunista. Se trata de un “Frankenstein” ideológico impulsado por los intereses prácticos del régimen en materia de ingeniería social. La extrema derecha desempeña un papel fundamental en la configuración de la nueva Rusia, la que el profesor Faraldo llama “Sociedad Zeta” en su magnífico libro del mismo título. Su objetivo es satisfacer una obsesión del régimen: prevenir el desencadenamiento de una “revolución de colores” pro-occidental y pro-libertades similar a las ocurridas en otros países de la zona.

La herramienta clave del Kremlin en sus estrategias para influir en las sociedades occidentales es el dinero. El establishment de Putin ha logrado amasar el que muy probablemente sea el mayor fondo para sobornos y operaciones inconfesables en toda la historia de la humanidad. Las estimaciones de su tamaño varían, pero podemos tomar como cifra prudente los doscientos mil millones de dólares que Bill Browder expone en su libro “Orden de embargo”. Este inmenso fondo surge de las privatizaciones y subastas arregladas para beneficiar a personas leales al establishment. En poco tiempo, varias docenas de empresarios se hicieron inmensamente ricos, y es un secreto a voces que una parte considerable del dinero ganado con tanta facilidad regresa a las oscuras arcas extraoficiales del régimen para garantizar su continuidad en el interior y sus complejas, costosas y masivas operaciones encubiertas en el exterior. Todo esto ha sido posible en un país cuyo capitalismo es muy rudimentario y está fuertemente controlado por el poder político. La escasa seguridad jurídica contribuye al mismo fin, y el éxito empresarial depende mucho más de las conexiones políticas que del talento, la tenacidad o la innovación. Putin no ha inventado la rueda. Este mecanismo de financiación ilegítima de la acción política se aplica en muchos otros países, probablemente incluida la Hungría de Orbán, aunque siempre a una escala mucho menor.

Con semejante bolsa de dinero de libre uso, prácticamente sin límites, el régimen ha podido influir en las decisiones políticas y en la opinión pública de países clave. Siempre se ha sospechado que Rusia engorda los movimientos sociales occidentales cuyas causas coinciden con sus intereses. Así, por ejemplo, la OTAN ha expresado su preocupación por el apoyo ruso a los ecologistas occidentales para crear un clima de opinión desfavorable a la energía nuclear, el fracking y otras fuentes de energía, con el fin de garantizar la dependencia energética de Europa respecto a los combustibles fósiles rusos. Del mismo modo, también se ha hablado del apoyo a movimientos pacifistas con el fin de crear un clima de hostilidad social hacia el aumento del gasto militar de nuestros países o su implicación en la seguridad exterior. En el contexto bélico derivado de la invasión de Ucrania, Polonia ha advertido recientemente sobre esta operación rusa aún en curso. Pero, sobre todo, es necesario considerar cómo, desde hace unos años, el régimen de Putin ha podido contribuir con enormes sumas a la conservadurización de las sociedades occidentales mediante el fortalecimiento de ciertas organizaciones civiles y, ulteriormente o a su través, de los respectivos partidos políticos.

Toda esta forma de actuar se ha detectado en los últimos años, por ejemplo, en el caso de los lobbies conservadores contrarios a las políticas europeas de género. Sólo el oligarca Vladimir Yakunin ha donado más de cien millones de euros en una década, según el informe “Tip of the Iceberg” elaborado por uno de los foros del Parlamento Europeo. Al parecer, Konstantin Malofeev habría donado al mismo lobby más de setenta millones en el mismo periodo de tiempo. Si se estiman cifras de tal magnitud sólo para esta política concreta, es imposible no considerar que el volumen total atribuible al conjunto de la influencia social rusa en Occidente tiene que ser gigantesco. Putin nos quiere cambiar. Hace todo lo posible por influir en la opinión pública de los países occidentales para llevarla hacia las posiciones que le convienen. Es hora de abordar de forma decidida este problema.

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