Arturo Maneiro
PUNTADAS CON HILO
El Prestige del Gobierno sanchista
Cuántos escándalos necesita acumular un gobierno para comprender que ha perdido la confianza de su pueblo? ¿Cuántas sombras, cuántas mentiras, cuántas explicaciones absurdas hacen falta para que alguien en la cúspide del poder reconozca lo evidente: que ya no puede seguir ahí?
La respuesta, por incómoda que sea, no es jurídica. Tampoco ética. Es puramente política.
Durante años se ha producido una erosión progresiva del estándar democrático. Lo que antes provocaba dimisiones automáticas hoy apenas genera un gesto de incomodidad. Los ciudadanos observan con creciente estupor cómo se acumulan casos, sospechas y sentencias sin que nadie asuma responsabilidad política real.
La dimisión, que antes era un gesto de dignidad, se ha convertido en un fósil democrático. En su lugar, impera una receta bien conocida: negar, relativizar, dividir, aguantar.
Las crisis ya no se resuelven con explicaciones, sino con resistencia. Esperar a que pase la tormenta. Confiar en que el cansancio ciudadano sea mayor que la vergüenza política. Los gobiernos de hoy operan con una lógica implacable:
Mientras el escándalo no altere las matemáticas del poder, no habrá cambios. Pueden caer ministros, asesores o directores generales. Pero el núcleo resiste. Y resiste porque puede. Porque el coste de seguir es menor que el coste de irse. Porque, al final, la responsabilidad política sólo existe si alguien decide ejercerla.
Lo verdaderamente preocupante no es el escándalo en sí, sino la fatiga democrática que deja tras de sí. Los ciudadanos ya no se indignan: suspiran. Ya no exigen: desconfían. Y un país donde la ciudadanía está exhausta es un país vulnerable. Vulnerable a la polarización, a los populismos, al discurso del “todo está podrido”, a las soluciones simplistas de quienes se presentan como salvadores providenciales.
La desafección no surge de la nada: es la consecuencia de años de impunidad percibida y de la sensación de que los escándalos se acumulan sin consecuencias. Aun así, hay momentos en los que el sistema tiembla. Y tiembla cuando confluyen tres factores:
1. Presión social sostenida, no un estallido pasajero.
2. Pérdida de apoyo interno, cuando los propios aliados deciden salvarse a sí mismos.
3. Judicialización, cuando el escándalo deja de ser político y empieza a ser penal.
Solo entonces las dimisiones dejan de depender de la voluntad ética y pasan a ser inevitables. Porque ya somos muchos -cada día más- los ciudadanos que afirmamos con claridad que basta. No es una explosión de rabia pasajera. Es una conclusión madura, lenta, inevitable, que nace de años observando cómo la clase política convierte el descrédito en costumbre y la impunidad en herramienta de supervivencia.
La gente común, la que madruga, la que paga impuestos, la que sostiene el país mientras otros juegan con el poder como si fuera un tablero privado, está cansada de ser tratada como un público ingenuo incapaz de entender lo que ocurre.
Pero entiende. Y recuerda. Y está harta. Harta de excusas que cambian cada semana. Harta de comparecencias que no explican nada. Harta de ver cómo las instituciones se usan como trincheras partidistas y no como servicios públicos. Harta de que se confunda gobernar con el derecho a no rendir cuentas.
Este cansancio ya no es disperso ni silencioso. Es colectivo. Es transversal. No entiende de ideologías, sino de dignidad democrática. Porque antes que votantes, somos ciudadanos. Y antes que ciudadanos, somos adultos que exigen respeto. Y cuando una sociedad entera empieza a despertar, cuando deja de resignarse y decide alzar la voz, algo cambia.
Los partidos que parecían indestructibles empiezan a dudar. Los líderes que se creían imprescindibles comienzan a mirar por encima del hombro. Los gobiernos instalados en la impunidad descubren que la paciencia del pueblo no es infinita. Y es ahí, en ese instante preciso, cuando el “basta” deja de ser un simple gesto de malestar y se convierte en un límite democrático. En una frontera que ningún poder, por muy soberbio que sea, puede ignorar indefinidamente.
Decir “basta” no es antipolítica. Es lo más profundamente político que puede hacer una sociedad madura. No es destruir. Es recordar. Recordar que el poder no se hereda, no se compra, no se mantiene por resistencia:
El poder se lo presta el pueblo. Y el pueblo puede retirarlo. Por eso, si los gobiernos quieren recuperar algo de credibilidad, deben volver a una palabra que parece olvidada: responsabilidad. Responsabilidad por acción y por omisión. Responsabilidad ante la ley y ante la ciudadanía. Responsabilidad, incluso, para dimitir cuando la confianza se rompe.
Y si no lo hacen, entonces seguirán creciendo las voces que ya se escuchan desde todos los rincones del país:
“Basta. Ha llegado el momento”.
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