Miguel Anxo Bastos
Extremadura: la clave está a la izquierda
LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ
Pasear es importantísimo. Debería ser la tarea más sagrada. Si para algo sirve este apiñamiento urbano es para los andares de cabotaje, preferiblemente con las manos cogidas hacia atrás y con el ojo despreocupado. Así, en la salida sin prisa, podemos perdernos por la vida entre la vida, a través de las calles que han ido dejando los que estuvieron antes, donde se mezcla la sustancia vieja con la que vamos dejando los de ahora. Uno camina para comprender, porque es con el paseo pequeño y solitario cuando se va desgajando el misterio de superficie y la ciudad se deja ver con toda su sinceridad. Es como un pacto secreto que vamos haciendo con los lugares. Conviene templarlos con andar despistado, sin saber a dónde se va ni si se quiere llegar a alguna parte. Es en este desinterés cuando los genios del lugar se confían y se hacen visibles. O, al menos, permiten que penetremos en la intimidad de plazas y esquinas. Es caminando como se cargan los lugares, con ese magnetismo mineral e inexplicable que tienen las presencias ausentes. Se fricciona al mecanismo para recibir el calor antiguo y calentarlo con el nuestro propio. Así trascendemos el juego y empezamos a ser parte del juego.
El paseo, que hay que tomar muy en serio pero nunca con seriedad, requiere de un silencio propio, el de adentro, porque hay que callar la voz propia para recibir las de afuera. Así vamos descodificando los ruidos del exterior para ser declinados como lo que son, la voz de los lugares. Ese paseo mejor es el de las horas intermedias, cuando se anuncia el día o el de la noche cayente. Son estos paseos de ciudad dormida, con la gente recogida en las casas, cuando el escenario entero está a la disposición propia y podemos adueñarnos de todo. Nuestros espíritus se esponjan con las luces ambarinas. Las luces que tuvo siempre la ciudad antes de que los insoportables focos blancas de las tecnologías nuevas encendieran las calles como una factoría. Estas farolas confortables, antiguas, quizá con la memoria de haber funcionado a gas, siguen brillando en la vieja Auria y ofrecen una ciudad distinta, más privada, más sabia, mejor. Mientras todo se coloniza con luminarias horribles, que envejecerán mal y alumbran feo, en esta luz discreta podemos descansar de la insoportable luz de la productividad. La luz blanca es la luz de la tortura, como en la granja y sus pollos prisioneros. Por eso uno pasea de la plaza del Hierro a la calle Villar y se regala de esta sensación acogedora, maternal, que recuerdan al vibrar del fuego y nos arrullan como a hijos durmientes. Hay que restaurar las luces suaves para dialogar con la oscuridad sin maltratarla, porque iluminarlo todo es una falta de respeto hacia la noche y sus secretos. La ciudad debe ser algo íntimo, que beneficie a la calma, y es urgente defender la sacrosanta penumbra para que los ciudadanos se reencuentren consigo mismos en sus paseos prescriptivos. Aquel que ilumina para ver es como el que grita para ser escuchado. Debemos confiar en los ojos y en el corazón. Quizá, los señores que deciden sobre las luces son seres que no pasean, que no conocen la grandeza del ir a pie, que desprecian la noche porque no la comprenden y quieren castigarnos a los demás con su mediocridad. Que aprendan el secreto de las luces doradas. Que se maravillen. Y que hagamos de Auria entera un pensamiento tierno y bueno en el que florecer colectivamente.
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