Luna cascabelera

Publicado: 30 mar 2025 - 03:45

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Más allá de las siete, la noche húmeda se iba acercando despacio. En su caminar constante se iba convirtiendo en más y más negra, hasta que una luna grandísima y blanca se colocaba donde le daba la gana.

Era tal el hambre de aquella gente, que la imaginaban fácilmente como un gran queso de leche de cabra o como una hogaza. De todas formas, esos bellos pensamientos no dejaban lugar a un sentimiento bonancible, sino más bien a un terror indescriptible, a un pensamiento ácido que les iba carcomiendo el alma. Nos referimos, claro, a aquel miedo que les producía la luna llena. Era tal que todos, lo antes posible, se escondían en casa.

El señor maestro, el alcalde, la mujer del farmacéutico que ya se había muerto en una de éstas, también cerraban las puertas y las ventanas. Hasta desaparecía el guardabosques y los guardias se negaban a salir de vigilancia. Cada cual se tapaba, como podía, del influjo de la luna redonda y blanca.

Ya se sabe que en estas tierras era lo habitual el levantarse de la cama, los hombres, sobre las tres de la mañana. Partían la noche al medio para “acomorar”, decían, las vacas. Un haz pequeño de cuatro o cinco puñados de hierba seca, era suficiente para calmarlas. Luego volvían a seguir durmiendo hasta la mañana.

Lloraban los niños en sus cunas y las madres tapaban las rendijas como podían, para que no penetrase en la casa aquella tenebrosidad pálida.

Pero ese día, no. Esa noche de luna llena permanecían en sus camas bien tapados con las mantas gordas, esas de las dos rayas, que confeccionaban en las tierras maragatas. Eso hacía más terrible la noche en la que la luna diseminaba su luz blanquecina y azulada. El ganado acostumbrado a la parva, la reclamaba y bramaba y mugía. Su desasosiego era tal que llenaba de lamentos toda la cañada.

Lloraban los niños en sus cunas y las madres tapaban las rendijas como podían, para que no penetrase en la casa aquella tenebrosidad pálida. Los perros del pueblo, esos flacos de las orejas caídas y aquellos otros gordos y gandules que vigilaban el rebaño de las ovejas y de las cabras, no decían ni mu y se guardaban bajo los carros y en las acequias vacías de agua.

Lo pasaban peor las niñas porque las abuelas les habían contado la historia, famosa, de Selenia. Sabían lo que ocurría. Si se negaban a hacerse las trenzas para ir a la escuela o a misa, pasaría algo terrible como le ocurrió a la chiquilla. Lloraba tanto cuando la peinaban, que una noche, bajó furiosa la luna llena y se la llevó para siempre por la ventana.

Las obligaciones de los rústicos eran tan perentorias que con harto dolor no podían negarse esos días a levantarse a altas horas para cambiar los riegos si les “tocaba” el agua. Sabían bien lo terrible que era porque si no se escondían bien bajo los árboles de hojas tupidas como los laureles y algunas acacias, los atrapaba la luz de la luna. Entonces enfermaban. Esa luz enfermiza debilitaba a los más jóvenes, les deprimía y les dejaba las carnes blandas y a los más viejos… como decía el médico, les impedía orinar, aunque tuviesen ganas. Era el mal de lunas, la Lunática.

Aquellas noches no necesitaban linternas porque la luz de luna se estiraba por las vaguadas, los caminos de piedras, las paredes del camposanto, la ermita del santo y el lavadero donde las mozas casaderas cantaban: “Que viene, madre, la luna lunera, que viene la japuta cascabelera”.

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