Maridajes

Publicado: 08 jun 2015 - 10:09

Ya elucubraban Virgilio y Catulo la larga tradición que asienta la unión de la vid y el olmo en símbolo popular de la amistad, dilatado por una longanimidad con tintes eternos, que parafraseando a Quevedo se traduce en un amor constante más allá de la muerte. Tal es la suerte que le toca a los casados, si no fueran por más extraños, los matrimonios que acuerda la política.

Llevo más de una semana aguardando a ver en qué acaba el asunto, después de que todos los partidos se fueran de verbena, para comprobar hasta que punto el ansia del escaño empuja a bailar con la más fea.

La Historia tiene una singular manera de no morir nunca, y he aquí que los pretéritos adversarios se entregan ahora a escarceos amorosos, entre arrumacos, lances y piropos, persiguiendo empuñar el bastón de mando al más puro estilo de Fuenteovejuna. ¡Qué sorprendentes desposorios alumbra la sed de gobierno!

En el fondo nada ha mudado: antaño los palacios se ganaban por la fuerza de la masa armada de hoces bajo el grito de Dios lo quiere. Ahora es la multitud con la urna, indistintamente guiadas por generales ambiciosos. La mercadotecnia suple a la estrategia posterior a la campaña, en la que los fallidos candidatos se descuernan en convencer al respetable, que una alianza de reinos de taifas es lo que el pueblo anhela. Suena a cuento gastado. Si el electorado hubiera querido que administrase una coalición la habría votado, lo que es del todo imposible desde el momento en el que ninguna concurrió a las elecciones.

El vuelco político, lejos de estimular la autocrítica, apenas despierta ese ingenio hambriento alimentado con picaresca, denunciado por Miguel de Cervantes hace ya cuatro siglos y celebrado por el Lazarillo de Tormes, como rasgo de identidad del linaje ibérico.

Ayer y hoy manda la ley del mínimo esfuerzo: a puerta cerrada, a espaldas del vecindario que se pronunció, se repartirán competencias y prebendas, para conservar dentro de los partidos el pastel del poder.

Nada cambia, una ciudad con un gobierno en minoría convierte a la urbe en inoperante. Un águila bicéfala, transforma a la metrópoli en un chufla desgobernada para los sufridos parroquianos. Pero el precio lo paga el electorado y al político le merece la pena. Cada cual calentando su banco, invocando el sacrosanto bienestar ciudadano, y por supuesto, en su nombre y representación, los actores de la tragicomedia interpretan la historia que tiene una extraña forma de repetirse siempre.

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