Ángel Mario Carreño
REFLEXIONES DE UN NONAGENARIO
El milagro Zapatero
LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ
Para comprender un lugar hay que contemplarlo desde toda perspectiva. Sólo observando un paisaje podemos ser paisaje. Auria, que es un valle hundido desde viejos tiempos geológicos (y en esos movimientos tectónicos emergió el agua termal que la ciudad desprecia), regala ciertas vistas desde arriba. Son vistas parciales desde las colinas y montecitos circundantes. Vistas nunca completas, quizá porque el destino de Auria es imposible y su estampa está fragmentada como las cabezas de sus habitantes, más empeñados en destruir la ciudad que en pensar colectivamente un destino amable. Conseguir ver nunca significa dominar, pero algo parecido a la comprensión se hace posible cuando uno intenta unir los puntos y fundir los trozos dispersos en una perspectiva única. De eso también van las atalayas y miradores. Son desarrolladores de piedad al unificar vistazos. Porque solo el que consigue ver comprende. Y el que comprende es capaz de perdonar.
Cada vez que subo es siempre para el ejercicio de los ojos y nunca de los oídos, porque ya no se siente silbar el viento, sino el estruendo infatigable de los hombres con sus máquinas de ruido
Muchos sábados infantiles, papá nos llevaba al monte del seminario. El plan era sencillo, subir hasta allí y mirar. Eso hacíamos mi hermano y yo, sin entenderlo del todo, pero disfrutando como disfrutan los niños con cualquier cosa. Ahora creo que en realidad era una idea compleja: salir de nosotros, ver la ciudad latir ahí abajo, observar la catástrofe urbana y también la duda de uno mismo, esa que acompaña a toda conciencia. El monte del seminario, con esos eucaliptos aislados y su perfume balsámico (sueltos no son tan terribles), ese edificio a medio abandonar (la idea misma de la existencia de un seminario es una idea apolillada) y el solcito afable de un sábado por la mañana, es siempre un buen lugar para estar y recomponerse. Desde arriba se recuerda que Auria es una cosita delicada, una hermosa ciudad vieja secuestrada por sus propios ciudadanos, que llevan décadas destruyéndola organizadamente hasta convertirla en un amasijo insoportable de edificios feos, calles horrorosas, parques sin árboles, tiendas de aluvión.
Cuando subíamos con papá, hace una burrada de años que han pasado rapidísimo, todavía se respiraba cierta calma, porque la vida no se había vuelto tan catastróficamente bullera ni el mundo se había acelerado tantísimo, aunque ya fuera insalvable. Cada vez que subo es siempre para el ejercicio de los ojos y nunca de los oídos, porque ya no se siente silbar el viento, sino el estruendo infatigable de los hombres con sus máquinas de ruido. Rodeado de autopistas y carreteras-tragedia, que han robado el curso del río y sus orillas mágicas a las personas para entregárselo al tráfico y su violencia, el montecito del seminario tiene una sensación de urgencia, de estrés ambiental. Abajo se ve el amasijo de casas feas que ha engullido a la ciudad medieval (que, recordemos, está abandonada a su suerte, desdentada y colonizada de coches), los puentes-catástrofe que han ido salvando el río (con la rotonda ridícula que tiene el puente romano en miniatura, que parece haber sido encargada y facturada por un colegial), las termas ardidas, las termas inundadas, las termas vigiladas, las termas despreciadas. También se distingue el trenecito de turistas ridículo (el tren de turistas es ridículo porque el turismo es ridículo) y las colmenas perversas de el Pino, que son más cárcel para desfavorecidos que una propuesta de habitación digna. Entre tanta desolación, baja el padre Miño, que sigue bajando desde un tiempo fuera del tiempo, desafiante a presas y zancadillas, tranquilo y glorioso, porque seguirá bajando cuando Auria sea una ruina silenciosa. Entonces podrá encontrarse con el Barbaña, una vez caídos los hormigones torpes de este tiempo de torpes y celebrar limpios la vida que baja, verdadera sangre de la tierra.
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