El carnaval de los espejos

Publicado: 02 mar 2025 - 00:15 Actualizado: 02 mar 2025 - 03:17

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Al caer la tarde, el sonido de los tambores del Carnaval baja rodando desde la montaña. Ese sol bastante pazguato que anduvo saliendo y entrando durante todo el día, se arroja suicida desde el promontorio.

La casona, aquel pazo cubierto de zarzas en las esquinas, con verdes oscuros abrazando sus columnas, se asoma casi estúpido e impertinente sobre el valle. Aún la llaman la casa del conde de Viana.

El viejo lo es tanto, que pareciese que sólo lo habitan esos huesos apolillados por el tiempo. Al atravesar la sala de visitas el ojo rectangular del espejo lo persigue y lo refleja cómo es; digamos que enclenque, dubitativo y calvo. La vida, para este marchito humano, no había sido tan mala. O así le parecía cuando recordaba aquellas mujeronas de los pechos grandes, cabellos alborotados y las caras pintadas.

Sabía él que no debía hacerlo, no debía faltarles al respeto al mencionarlas. Pero qué caramba estaba sólo una tarde noche y sólo, pensaba él, me lo tendrán en cuenta las musarañas. Estaba él consigo mismo. Es decir, la peor de las compañas. Porque estando con otros se aprende algo, pero estando uno sólo se les dan vueltas y vueltas a las palabras. Como cundo esperas que algo llegue, en el Entroido de la vida, pero nunca se baja de ese tren fantasma. Esperas, desesperadamente, que llegue. Pita estrepitoso, abre, de par en par, esas puertas que volverán a cerrarse. Y lo mismo ocurrirá mañana.

El Carnaval, esa fiesta delirante, frenética, y disparatada sigue rodando desde la cúspide de la montaña

El espejo que cuelga de la pared norte tiene otra magia. Ya es hora de encender la luz. Pellizca con sus afilados dedos la pared y se ilumina la estancia. Ahora en ese espejo grande de la sala se ve jovencísimo y con la barba recortada. Se asusta y da un brinco. No tiene sentido que, en vez de su reflejo, se refleje la nostalgia. En ese se reflejan multitud de niños jugando al trompo. De niñas a la rayuela que desplazan a la pata coja y a puntapiés las tardes llenas de urracas negras y blancas.

El tercero es el espejo del miedo, colocado sobre sobre la pared oeste de esta húmeda sala. En él se reflecta la rata que le produce pavor y espanto. Él calla y la mira. Tiene ella apuntada la barbilla, grande la nariz resopladora, los ojos vidriados con ictericias, la piel acartonada, los dientes huidizos y ralos, le dan a su boca el aspecto horroroso de una harapienta chupacabras, de cola larga.

Le parece que se le ríe en las barbas, ahora recortadas, aquella negruzca bicharraca. Por eso dicen, piensa el viejo, que a la muerte es imposible pararla porque salta sin ningún respeto y quiere llevarse su alma. Y terminará llevándose esa ánima como si fuera un queso maloliente, un Limburger cargado de bacterias y miasmas.

Pero el espejo importante es aquel al que el viejo llama “el ojo de Dios”. Colgado del cenit, es el espejo que nos transciende, en el que permanecemos, siempre transparentes, enseñando lo minúsculos que somos. Los muy vulgares que somos. Nos ve de arriba abajo y, óyeme, a lo mejor no somos sino un buqué con flores falsas de papel estraza. Un disfraz. O, a lo mejor… nada.

¿Quién soy yo? Dice el viejo.

El Carnaval, esa fiesta delirante, frenética, y disparatada sigue rodando desde la cúspide de la montaña. Y se rompen todos los espejos a las seis de la mañana.

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