Arturo Maneiro
PUNTADAS CON HILO
El Prestige del Gobierno sanchista
Solo faltaba un minuto para que se cumpliese el tiempo añadido por García Aranda y ganábamos por dos goles. La enorme tensión había desaparecido y sólo esperaba el pitido final para dar rienda suelta a una inmensa alegría contenida.
Todo parecía controlado, pero no. Nuestro añorado Naya, como solía hacer, improvisó sobre el guión pactado. Desde su puesto de mando en la megafonía nos sorprendió al despertar a un Riazor, en silencio expectante, con una recomendación; “Se ruega a los aficionados que permanezcan en sus asientos. Por favor que nadie salte al terreno de juego.”
Cuando aún no había finalizado su petición miles de personas habían decidido abandonar la grada y tomar el césped.
Un sudor frío se adueñó de mi. Aún no había transcurrido el tiempo y, por lo tanto, el colegiado, que no era de mi devoción, podría decretar la suspensión inmediata del encuentro, a la vista de la invasión de campo y declarar vencedor al Espanyol.
Se instaló en mi el peor de los escenarios. Sería el no va más de la épica futbolística si, después del penalti de Djukic en 1994, en el 2000 se nos sentenciase cuando, a falta de un minuto, ganábamos por 2-0. El guión de esa película sería de un éxito brutal, pero demasiado duro. Así lo debió entender García Aranda que, al ver la multitud que se le venía encima, señaló el final del partido y apuró para alcanzar los vestuarios.
El Deportivo era, por fin, Campeón de Liga. Abrazos a mis compañeros de directiva, a distintas autoridades -unas quizás lo festejasen más que otras- y entre ellas creo recordar a Abel Caballero, que ya nos había acompañado con ocasión del famoso penalti. ¿Será el buen amigo, y alcalde vigués, un tapado deportivista? Lo dudo, pero….
Cuando, después del turno de felicitaciones, volví a mirar al terreno de juego observé que era imposible contemplar un metro cuadrado de césped. Infinidad de personas con camisetas blanquiazules cubrían los cerca de diez mil metros cuadrados del campo y miraban hacia el palco como si supiesen lo que iba a suceder.
En solo unos minutos se produjo el milagro. Aparecieron los “rubios”. Toda la plantilla, con Donato, Djalminha, Mauro Silva, Songoo y Flavio a la cabeza, había tomado la primera fila del palco. La gente que disfrutaban en directo del espectáculo se volvió loca. Miles y miles desde el verde y millones a través de la televisión, celebraban la mayor fiesta que A Coruña había vivido en toda su historia.
El Estadio de Riazor era el mejor ejemplo de que asistíamos a una auténtica locura colectiva. De repente el mundo se había vuelto al revés. Los jugadores habían tomado el palco y los aficionados habían ocupado el campo de fútbol.
Parecía el final trepidante de una obra maestra del teatro del absurdo, porque nada tenía sentido. Hasta el Deportivo, en su lucha contra todo y contra todos, se acababa de proclamar campeón de Liga.
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