Prodigios del vino bien bebido

Publicado: 06 abr 2025 - 01:20

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Horacio invoca al vino en su poética con notable profusión, por la capacidad que tiene de liberar la mente de sus rigideces y reservas, de fomentar la cordialidad amistosa y por estar también íntimamente relacionado con la poesía: la bebida inspira, y la poesía es el producto de la inspiración. Como apunta Harry Eyres, en Lecciones de vida con Horacio: “Vino y poesía son muy parecidos en su naturaleza y sus efectos. Ambos son resultado de una especie de alquimia: las palabras más vulgares y corrientes, la calderilla de la conversación, se transforma mediante la poesía en frases y versos inmortales. Los misterios de la fermentación y el envejecimiento convierten el zumo de uva, una sustancia muy poco mágica, en algo que puede vivir tanto como el ser humano, y compartir también la complejidad humana. Y por encima de todo, el vino y la poesía comparten un dios”.

Esa sabia vivencia del momento propicia un estado de conciencia que en el zen japonés se nombra con la palabra “satori”

Pocos asuntos, cualquiera que sea su índole, han despertado tanta atención del refranero y el cancionero popular. El vino ha sido especialmente amado y cantado por los poetas. Y por cuantos mortales hayan gustado de la afable conversación y se hayan dejado llevar por la sensibilidad hedonista. Aquellos que consideran que algunas tardes es aconsejable dejar que la mano se deslice por el lomo del libro apreciado, y retirarlo del anaquel con tiento para entablar apacible conversación con los autores que apreciamos y que hablan a nuestros ojos; quizás con Montaigne, Bellow, Dieste o Pla. Y hacer esto con la naturalidad y el placer de establecer contacto con las cosas que nunca defraudan: la calidez de la mano querida, la transparente frescura del agua del mar, las hojas de un libro que exhalan el aroma vegetal del buen papel, o bien la copa de un vino cordial.

El prodigio del vino bien bebido, con pausado goce, enaltece el alma, de lo que se desprenderá algún atisbo bienhechor que redundara en favor del cuerpo, que no todo va a ser el maléfico influjo que invoca la alerta médica. El encantamiento del ser que percibe el bebedor proyecta su hálito benevolente sobre la conversación amical que se desentiende de la búsqueda de provecho. Y es que solo hay dos formas de relación humana, que resumía con gracia un personaje de Cunqueiro: la que se hace por gusto, o por intereses.

En el intercambio amoroso el vino desata los cuerpos, envuelve en una misma calidez las miradas, acrecienta la cercanía y provee de aliento y energía en gracia de la dicha en la deseada fusión.

El deleite del trago en la soledad en calma, despreocupadamente asentada en un sillón, atenta solo al diálogo interior, permite saborear la plenitud del momento. El efecto de suave “ebrietas” favorece la praxis del “ejercicio de felicidad”, la toma de conciencia del bienestar alcanzado en ese momento “muga”, término con el que la sutil sensibilidad japonesa, que se plasma en el amor devocional por la floración del cerezo, se refiere a la toma de conciencia plena del instante presente, lo que conlleva una impagable sensación de paz interior y satisfacción personal. Esa sabia vivencia del momento propicia un estado de conciencia que en el zen japonés se nombra con la palabra “satori”, con la que se quiere significar el despertar o conciencia total del tiempo que se vive.

El goce que suscita el vino, “estrellado hijo de la tierra”, con su arcano misterio, ya sea el de color de día, o el de color de noche, con “pies de púrpura, o sangre de topacio”, lo recrea con imaginación poética Gonzalo Navaza, en una décima que recitó en un pregón del Ribeiro.

“E se estes son purpurados

de vermello sangue mouro,

outros visten roupas de ouro

e brillos tornasolados.

Eles achegan, calados,

do fondo da adega escura,

cheiros de froita madura

dalgún paraíso ignoto...

Feliz quen se di devoto

da bendita Treixadura!

Ribeiro, gozoso chan

onde o gozo se recrea,

onde a máis humilde aldea

ten un aquel cortesán”.

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