Rebelión contra el poder ilegítimo

Publicado: 28 dic 2025 - 02:10

Opinión en La Región
Opinión en La Región | La Región

El liberalismo clásico nace de una premisa tan sencilla como radical: los individuos, por el mero hecho de serlo, poseen unos determinados derechos: a la vida, a la libertad y a la propiedad privada. Estos derechos no son concesiones graciosas del poder ni privilegios revocables, sino derechos naturales que emanan de la propia condición humana. La clave está en que estos derechos son anteriores y superiores al Estado; es decir, no es el Estado el que te otorga esos derechos, sino que son previos a la propia existencia del Estado. Todo el edificio político moderno se levanta, o debería levantarse, sobre la protección de ese trípode moral. El Estado no crea derechos; los reconoce y los defiende. Y cuando deja de hacerlo, pierde su legitimidad.

Esta afirmación, sobre la que se asentó la creación de todos los países que mayor grado de bienestar y progreso han alcanzado en la historia, es sin embargo incómoda cuando se lleva hasta sus últimas consecuencias. Porque John Locke no se limitó a formular un catálogo de derechos naturales: se atrevió a extraer de ellos una conclusión muy peligrosa para cualquier poder establecido. Si el gobierno existe para proteger los derechos naturales y, en lugar de hacerlo, se convierte en su principal amenaza, entonces el pueblo no solo puede resistirse: tiene derecho a rebelarse.

El derecho de rebelión no es una excentricidad lockeana ni un arrebato romántico. Es la cláusula de cierre del contrato social liberal. Es una necesidad imperativa allí donde el poder se vuelve arbitrario, donde la ley deja de ser un límite y pasa a ser un instrumento de dominación, donde la obediencia deja de ser una virtud cívica y se transforma en una forma de servidumbre. Locke es claro: cuando el gobernante actúa contra los fines para los que fue instituido, se coloca en estado de guerra contra la sociedad.

Los Estados occidentales se han vuelto expertos en diluir derechos en nombre de causas siempre nobles: la seguridad, la igualdad, la sostenibilidad, la estabilidad social, la justicia climática...

No fue el primero en esbozar esta idea. Hobbes, mucho más pesimista sobre la naturaleza humana, admitía que incluso en un sistema de poder absoluto el súbdito conserva un derecho inalienable a resistirse cuando su vida está en peligro. Incluso en su modelo de autoridad total, hay una línea que el soberano no puede cruzar sin romper el pacto. Montesquieu, por su parte, no formuló un derecho de rebelión explícito, pero lo hizo casi innecesario al advertir que cuando el poder se concentra, la libertad desaparece. Y cuando la libertad desaparece, la resistencia se convierte en una reacción natural.

Locke, sin embargo, lo sistematizó. No hablaba de motines ni de violencia caprichosa, sino de la restauración de una libertad usurpada. La rebelión, en su pensamiento, no es el origen del caos, sino la respuesta al caos previo introducido por el propio poder. Es una idea profundamente incómoda para los Estados modernos, que prefieren celebrar al Locke parlamentarista mientras silencian al Locke revolucionario.

No es casual que esta idea encontrara su plasmación más nítida al otro lado del Atlántico. La tradición constitucional estadounidense asumió como principio que la libertad política no se preserva con declaraciones solemnes, sino con contrapesos reales. La Segunda Enmienda nació precisamente de esa desconfianza hacia el poder: el derecho de los ciudadanos a armarse no se concibió como una excentricidad cultural, sino como la última garantía frente a la tiranía. Un recordatorio de que la soberanía no reside en los gobernantes, sino en los gobernados.

Lejos de glorificar la violencia, esta visión subraya un punto esencial: un poder que sabe que la sociedad conserva un último recurso se comporta de manera más prudente. La libertad, cuando no tiene defensas materiales, tiende a disolverse entre decretos, excepciones y estados de urgencia perpetuos. ¿Acaso se les ha olvidado ya que nos encerraron durante meses mediante dos estados de alarma que eran inconstitucionales? ¿Se les ha olvidado también que lo hicieron basándose en un “grupo de expertos” que no existía?

Hoy, por tanto, asistimos a un fenómeno inquietante. Los Estados occidentales se han vuelto expertos en diluir derechos en nombre de causas siempre nobles: la seguridad, la igualdad, la sostenibilidad, la estabilidad social, la justicia climática... Gobiernos que legislan sin límites, que confunden lo público con lo propio y que administran libertades como si fueran permisos temporales. Poco a poco nos hemos convertido en una ciudadanía cada vez más resignada y el poder se encuentra cada vez más cómodo. Locke advertía que el mayor peligro no es el abuso puntual, sino la normalización del abuso. El mayor peligro es cuando el ciudadano se convence de que no hay alternativa, cuando interioriza que toda resistencia es ilegítima.

Quizá haya llegado el momento de releer a Locke sin edulcorantes. Sin miedos. Sin la autocensura de quienes prefieren una obediencia tranquila a una libertad exigente. Porque cuando el Estado deja de defender los derechos naturales y pasa a administrarlos, cuando se convierte en tutor y no en garante, la rebeldía deja de ser una extravagancia teórica para convertirse, sencillamente, en un deber moral. Resulta inaudito que, gobernándonos una banda de mafiosos, corruptos, ladrones y puteros, todos sigamos haciendo como que no sucede nada. ¿En qué momento de la historia aceptamos que lo normal era ser un rebaño de pusilánimes vasallos sometido a un poder ilegítimo?

Contenido patrocinado

stats