Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
UN CAFÉ SOLO
No parece difícil ni complejo. ¿Quién no intenta poner cuidado y atención en lo que hace o decide? Sin interrogantes, ésta es la definición de la Academia para la palabra responsable. Ahí puede que este adjetivo ya nos parezca más grande y se nos atragante un poco. Hasta puede que lleguemos a admitir, en un susurro, que quizás no siempre lo seamos. A buen seguro encontraremos una justificación que nos libere de esos deslices: demasiado jóvenes, demasiado mayores, nos obligaron, el alcohol, no lo pensamos bien… Y así intentaremos evadir la responsabilidad, eso que dicen “es la capacidad para reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente”. El problema puede estar en que parece que nos hemos convencido de que siempre es cosa de los demás y de que nosotros estamos libres de ejercerla.
Puede que también nos estemos acostumbrando a ver que cada vez hay menos consecuencias para quienes convierten la irresponsabilidad en una manera rutinaria de actuar y gobernar. Independientemente de las secuelas que deje en vidas ajenas. Ejemplos tenemos para todos los gustos, algunos demasiado trágicos.
¿De verdad pensamos que no tenemos nada que ver con las ruinas que empiezan a emerger en tantos espacios diferentes, desde los más íntimos a los más públicos?
Pero, ¿y nosotros? A nivel individual ¿somos capaces de entender y de asumir las consecuencias de nuestros actos, palabras y silencios en las cosas más cotidianas, más pequeñas? O preferimos pensar que lo que hacemos no es de una magnitud lo suficientemente importante como para que sacuda algunos cimientos y, por lo tanto, no merece ninguna amonestación. Por la única razón de que somos nosotros.
Si compartimos un vídeo de una paliza a la salida del colegio, ¿estamos libres de culpa si esos acosos y abusos continúan? Si quitamos a otros de una lista de espera para ponernos nosotros, ¿no tenemos nada que ver en el deterioro de un sistema que debería ser riguroso y justo? Si nos reímos y compartimos comentarios despectivos hacia otros colectivos, ¿somos inocentes del cargo de agresiones e insultos hacia ellos? Si nos saltamos sistemáticamente las normas, ¿seremos absueltos de generar conflictos que deterioren la convivencia?
Si ensuciamos las calles, acusamos solo por si acaso, rompemos mobiliario público, conducimos habiendo consumido drogas, no paramos habladurías humillantes, aplaudimos conductas reprobables, a los menores no les enseñamos límites, ensalzamos como héroes a pequeños villanos, prejuzgamos sin dar oportunidades, dictamos sentencias en voz alta sin saber y ridiculizamos los derechos de otros. ¿De verdad pensamos que no tenemos nada que ver con las ruinas que empiezan a emerger en tantos espacios diferentes, desde los más íntimos a los más públicos? Solo cabe una respuesta, aunque cada vez la neguemos más.
A no ser que nos suceda lo que Sigmund Freud afirmaba: “La mayoría de la gente no quiere realmente la libertad, la libertad implica responsabilidad y la mayoría de la gente le teme a la responsabilidad”.
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