La revolución de la viticultura gallega

A MESA Y MANTELES

Una nota distintiva de nuestra vitivultura era la elevada producción para el autoconsumo

Publicado: 04 nov 2025 - 06:10

Opinión en La Región
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La década de los 80 se caracterizó por la movida, un hervidero de inquietudes. El deseo de cambio era muy intenso prácticamente en todos los órdenes de la vida. Esta efervescente inquietud se dejó sentir también en el mundo del vino. Galicia producía sobre todo vinos “de mesa”. De las cerca de 33.000 hectáreas ocupadas por el viñedo, sólo una parte muy exigua producía racimos de calidad. En las variedades blancas predominaba el Palomino, en las tintas la Garnacha Tintorera, y lo que todavía era peor, los híbridos productores directos. Tan sólo un 12% de la superficie vitícola en aquel entonces producía vinos de calidad. Por ende, apenas había una veintena de bodegas dotadas de tecnología idónea con capacidad para elaborar mostos de plausible interés. Era constatable también el robusto minifundismo que campaba por sus fueros en el sector enológico, de manera que se contabilizaban casi 35.000 establecimientos con una capacidad inferior a los 50.000 litros, lo que representaba una ratio por debajo de una hectárea por bodega. Sólo un centenar de bodegas tenía una capacidad de producción por encima de los 5.000 litros.

Una nota distintiva de nuestra viticultura era la elevada producción para el autoconsumo. Con el vino propio y la huerta a carón do lar, la gente iba tirando con un mediano pasar. De hecho, cerca del 80% del vino gallego era elaborado por viticultores minifundistas en sus pequeñas bodegas tradicionales. Una parte se vendía directamente a establecimientos de restauración, pero la mayoría se comercializaba a través de intermediarios, mayoristas en origen y en destino, que encarecían un vino de poca calidad que ni por ensueño podía medirse en precio con los vinos de Castilla o de La Mancha. Ni que decir tiene que los costes de producción imperantes en la viticultura gallega eran muy superiores. La exportación de los caldos galicianos más allá de la comunidad autónoma era meramente anecdótica.

La mejora de este panorama no comenzó a barruntarse hasta la alborada de los años ochenta, aunque en la década anterior ya pudieron vislumbrarse algunos tímidos síntomas de un cambio de tendencia. Las causas eminentes de esta auténtica revolución enológica que tuvo lugar en Galicia fueron la entrada de España en la UE, en 1986, y la consecución del régimen autonómico. Los fondos del FEOGA-O y Feader después, sirvieron para acometer una profunda reestructuración de los viñedos, que supusieron la sustitución de variedades foráneas por otras nobles. Se favoreció asimismo la renovación de las instalaciones con la implementación de los tanques de acero, dotados de control de temperatura, y se promovieron otras técnicas esenciales en la moderna enología. Fue un adiós en toda arregla a las viejas barricas.

Además, tras la aprobación del Estatuto de Autonomía, en 1981, se puso en marcha el Programa de calidad de los vinos gallegos. Constituyeron auténticos hitos, por un lado, la formación de tres nuevas denominaciones de origen y cinco indicaciones geográficas protegidas: las D.O. Rías Baixas (1988), Monterrei (1992) y Ribeira Sacra (1995). La enorme mejora productiva que se logró en el ámbito empresarial hizo posible un espectacular auge de la comercialización, situándose las ventas fuera de España en más del 20 %.

Todos estos avances se hicieron patentes de una manera clara en el Ribeiro. Tanto las hectáreas cultivadas como el número de viticultores aumentaron sensiblemente. Hoy día, el Ribeiro es un vino muy valorado y popular, que cuenta con notable proyección gracias al excepcional trabajo de recuperación realizado en las décadas recientes. Su producción de uvas en el año 2015, ha superado las 14.200 toneladas, que se ha traducido en cerca de 8 millones de litros. Campean los vinos blancos, entre los que se enseñorea la formidable Treixadura. Pero también los tintos prometen cada vez más.

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