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LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ
Todo paisaje recuerda. Recuerda que hay otro paisaje por debajo del que vemos en superficie. Ese, el de adentro, es más íntimo y real, porque no esta profanado con las luces y las máquinas de los hombres, que van haciendo del planeta cantera, vertedero y desierto en un mismo gesto. Los lugares conocen lo que han sido y, como también sucede a los humanos, que somos criaturas parecidas pero declinados de otra forma, lo evocan para consolarse y no olvidar quiénes son. Un árbol solitario y arrinconado sabe que antes fue bosque y un río tronzado, represado y lleno de basuras trata también de regresar a los días cantarines en que bajaba libre desde la panza de la montaña. Estos paisajes nuestros, los más próximos, recuerdan también su momento mejor. Si uno intenta verlos, poniendo los ojos de chino, haciendo fuerza con la mente, lo vivo de enfrente sonríe de vuelta y se vuelve más vivo.
Es una ruina sin tiempo en un entorno sin tiempo, un tesoro que cualquiera podría haber reventado por los cuatro costados, canalizando al río y pelando toda cosa viva que brota del humus
Este ejercicio de apretar ojo y pensamiento es obligatorio en cualquier paseo. Es una magia pequeña que vuelve todo grandioso. A veces cuesta un poco, pero hay lugares que se expresan solos y apenas tenemos que estar allí para verlo, porque son ellos los que nos lo están contando en voz alta, haciendo señales. En Auria, como en la mayoría de las ciudades viejas, hay que ir rompiendo esa gasa que envuelve las cosas para que la ruina nos cuente de lo que ya no está, aunque a veces queda tan poco y es tal la desmemoria que hay que contentarse con los reflejos deformados de los estratos últimos. Pero sobreviven rincones vivaces donde todo se manifiesta y es allí donde hay que dejarse aparecer con un poco de ternura en el corazón para intuir lo mejor de las cosas. Un regalo de esto es el paseito del río Lonia, que se encuentra con el Miño junto a una carretera-cataclismo, aguas adentro, sigue fluyendo con voluntad. Este paseo es uno de los poquitos rincones verdes de la ciudad, y sucede a través de un hermoso bosque de ribera donde florecen fresnos, sauces y alisos. Abrirlo ha sido tan sencillo como instalar unas pasarelas de madera para salvar la orilla cuando no hay orilla y mantener las basuras a raya. Lo mejor es baratísimo.
Según remontamos río desde lo que hoy es ciudad, cerca del puente medieval, que sigue siendo fantástico se llega a las ruinas de un viejo molino harinero, que es un lugarcito en el que quedarse a pensar ligero y a sentir profundo. El molino, o lo que queda de él, está junto al sendero, bajo el dosel de árboles y la corriente del canal que sigue desviando agua. Es un testigo de aquella costura de ciudad-aldea, una plataforma poderosa para sentir las economías del antes en este país de agua que va siendo un país de cemento y televisión por cable. Es una presencia que recuerda. Que recuerda poderosamente. Es una ruina sin tiempo en un entorno sin tiempo, un tesoro que cualquiera podría haber reventado por los cuatro costados, canalizando al río y pelando toda cosa viva que brota del humus. Pero por fortuna no es así y uno puede sacudirse lo chungo de encima con este baño de bosque y sentir ese hormigueo de descubrir una civilización abandonada, sobre la que pisamos. Basta estirar la mano para darle la mano a los antiguos que estaban en este mismo río, en este mismo molino que ahora también es ciudad. Qué gran tesoro.
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