Manuel Orío
La tregua de Navidad
España mantiene con el juego una relación hipócrita: se tolera, se consume masivamente y se grava con entusiasmo, pero se estigmatiza como si fuera una anomalía moral. Esa tensión cultural se ha traducido en una sobrerregulación creciente, en obstáculos prácticos para abrir nuevos establecimientos y en un diseño institucional que, en determinados productos, es vulgar monopolio. Las loterías de ámbito estatal quedan reservadas por ley al operador estatal, con la peculiaridad de que la única excepción privada beneficie a una sola entidad concreta, la ONCE, en detrimento de cualquier otra, lo que sin duda constituye un disparate jurídico y un privilegio intolerable.
Este marco no es neutral. Crea una asimetría evidente: el juego “público” goza de aprobación legal, capilaridad comercial y una legitimidad social que el juego privado no tiene, pese a estar sometido a licencias, inspecciones, restricciones de todo tipo y una agresión reputacional permanente. Y todo ello, además, mientras la Administración se reserva el papel de árbitro y, a la vez, de jugador principal. Hay, detrás de esta configuración, una pinza ideológica extraña pero real. Por un lado, la derecha más conservadora suele rechazar el juego por motivos moralistas, con raíces culturales y religiosas: el juego como vicio, como desorden, como amenaza a la familia. Por otro, la izquierda tiende a rechazarlo por motivos ideológicos: desconfía de la libertad de jugar del mismo modo que desconfía del lucro, y busca corregir conductas individuales mediante prohibiciones, distancias, vetos y tutela administrativa. Para la derecha el juego es vicio liberal, para la izquierda es una tara capitalista. La derecha cree que la riqueza debe asignarla Dios a través de su jerarquía religiosa, y no el azar. La izquierda cree que debe asignarla el Estado a través de su nomenklatura política, y no el azar. Ambas, contra el azar. Ambas, contra lo espontáneo. Y contra la ilusión y la esperanza. Resultado: al sector del juego le llueven críticas desde ambos colectivismos, y la política pública sobre esta actividad se construye más desde la sospecha que desde la evidencia.
Como pasa con la droga o la prostitución, prohibir sólo crea más problemas porque el remedio regulatorio suele ser peor que la enfermedad.
Sin embargo, el juego es una industria legítima y, a estas alturas, estructural. En España se mueven unos once mil millones de euros anuales si se agregan loterías públicas, juego presencial de entretenimiento y juego online. Es una actividad con demanda sostenida, fiscalidad intensa y un impacto relevante en empleo directo e indirecto. Pero el juego público se presenta como “solidario” o “tradicional”, mientras el privado se presenta como chivo expiatorio en campañas moralistas. Esa hostilidad cultural tiene efectos concretos. En numerosas ciudades y comunidades se han aprobado o intentado aprobar moratorias, distancias obligatorias a “espacios sensibles” y vetos casi totales a nuevas licencias. Algunas medidas podrán estar justificadas, pero el problema es el sesgo: se legisla a menudo con una lógica de castigo simbólico a una actividad que no agrada al legislador por su sesgo religioso o ideológico. Y sin embargo, la jurisprudencia reciente ha recordado que la protección de menores y vulnerables no legitima cualquier restricción: debe acreditarse la necesidad, la coherencia con el marco competencial y la proporcionalidad, porque también existe libertad de empresa y reglas de mercado que no pueden desaparecer por decreto. Y a todo esto se suma el cerco regulatorio sobre la publicidad del juego privado: España tiene restricciones muy severas para la comunicación comercial, con el argumento de que la captación agresiva aumenta el riesgo de ludopatía. Pero el Estado no se aplica a sí mismo ese estándar, y así Selae (y la ONCE) sí pueden hacer toda la publicidad que quieran.
Toda esa regulación anti-juego genera efectos secundarios: menos transparencia, más concentración en operadores grandes y un incentivo para desplazar el consumo hacia canales ilegales. Como pasa con la droga o la prostitución, prohibir sólo crea más problemas porque el remedio regulatorio suele ser peor que la enfermedad. Máxime cuando la hipocresía es evidente: si el juego es tan malo, ¿por qué el Estado lo explota y lo publicita con normalidad? Y si es legítimo, ¿por qué se reserva por ley a dos operadores designados, impidiendo la competencia y la diversidad? Lo que queda patente es el fin recaudatorio y de control político de la normativa, hecha por ingenieros sociales ávidos de cobrar impuestos.
Defender el sector del juego no implica negar sus riesgos. Debe impedirse a menores y proteger a quienes padecen ludopatía mediante registros de autoexclusión eficaces, controles de acceso y trazabilidad real. Pero hay que sustituir la saña ideológica y la moralina por regulación inteligente. El juego es legítimo. Lo ilegítimo es que el Estado se reserve los mejores nichos, imponga una penitencia regulatoria y, a la vez, se presente como guardián moral de una actividad de la que vive. Hay que deshacer la pinza conservadora-progresista y tratar el juego como una industria más, cuya regulación no puede amparar privilegios ni monopolios.
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