Jesús Prieto Guijo
LA OPINIÓN
Parricidio en El Palmar
TRIBUNA
Para los grupos más intolerantes; sí. Y, es más que evidente que para los que querían sacar rédito político aludiendo a temores vistos bajo el prisma del pasado histórico; también. No obstante, a estas alturas para parte de la izquierda, en general, el anticlericalismo carecía de base. Ni en los ministerios, ni en las diputaciones, ni siquiera en los municipios, al menos físicamente, no se sentía el más ligero roce de sotanas.
A principios del bipartidismo, con el pretexto de sacar lo mejor para sus feligreses, quizás. Más aún; sí. De cuando en vez, resultó ser, en especial, en el rural un muñidor de “pucherazos”. Eran otros tiempos. Lo requería el sistema. Pero, proclamada la República, no. La sotana que se sentaba en la bancada radical, era la excepción.
Es cierto que, en los anales parlamentarios del siglo XIX, la presencia del clero había sido algo habitual. Solo hay que recordar a los curas doceañistas, o a los de las Cortes del 37. Incluso, tras la Gloriosa, cuando el Gobierno Provisional, convoca elecciones, por sufragio masculino universal, hubo tres diputados religiosos. La nueva situación política, no había nacido para enfrentarse a la iglesia, sino, básicamente, para iniciar una experiencia democrática al margen de la monarquía borbónica. Y, pese a todo, hubo tres eclesiásticos -Cuesta, cardenal de Santiago; Monescillo, obispo de Jaén; y, Monterola, magistral de Victoria-, que movilizaron a los grupos católicos de su entorno más cercano para estar en las Constituyentes del 69. Creían que estaba jaque la confesionalidad del Estado.
Proclamada la República, a las Cortes Constituyentes del 31, llegaban seis canónigos y un abad. La novedad estaba en que el cura de Beiro no obtenía acta de diputado por tener sotana. Lo hacía por pertenecer al Partido Radical Federal y por haberse dejado la voz a lo largo de su trayectoria reivindicativa por el agro gallego. Tenía claro que se podía creer en Dios y, al mismo tiempo, participar en la política como herramienta para transformar la sociedad. Incluso, en las postrimerías de la dictadura primorriverista, parecía haberlo entendido también Florencio Cerviño. El obispo de Ourense le devolvía, al cura mitinesco, la normalidad canóniga. Le otorgaba licencia para ejercer de nuevo el ministerio sacerdotal. Si había algo que había permanecido inerme en él, había sido la fe.
Lo evidencia, pronto, en la Cámara republicana. Cuando, en representación del grupo minoritario radical, presenta enmiendas a la totalidad del proyecto de la Constitución, en cuestiones relacionadas con la iglesia, saca a relucir, de alguna manera, su condición de auténtico cura. Era un republicano, y, también, un agitador de multitudes, pero, por encima de todo, era un abad; “casi” díscolo, sí, pero un abad. Ni rehúye discutir aspectos políticos, jurídicos, económicos o hasta administrativos; ni tampoco, cuestiones candentes que afectaban a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. No obstante, tiene claro que el sentimiento religioso ni es el responsable de los errores de la monarquía ni de la plutocracia. El mayor crimen, para Basilio Álvarez que podría cometer la República sería atentar contra la fe del país.
En el hemiciclo advierte que el proyecto es farragoso. Ni siquiera a la hora de denominar la forma política que regirá en España es claro. Cree que los redactores temerosos tanto, ante el vocablo “federal”, como ante el término “unitaria”, demagógicamente, la bautizan, sin más, República Democrática. Tampoco se establecían líneas claras entre las competencias del Estado y las de las regiones; lo que, con el tiempo -como así fue-, podía ser una fuente de conflictos. Y claro que estaba a favor de la abolición de la pena de muerte -incluso, creía que había que mantenerla en fuero de guerra-; pero era contrario a que los militares en activo no pudiesen ser diputados; o a que se les incapacitase, para la presidencia de la República, a los clérigos, a los religiosos o a los militares que no llevasen diez años de retiro. La propuesta de ley -así lo entendía también el Nuncio, Tedeschini, que seguía el debate desde la tribuna diplomática-, dejaba entrever la desconfianza con repecto al militarismo y al clericalismo.
Con su argumentario, Basilio Álvarez, no complace a ninguno y, a la vez, sorprende a todos. Ni es rojo, ni es negro. No desmiente que, ambos, hubiesen sido el oprobio en otros tiempos. Sin embargo, en la nueva era, había que contar con ellos. Eran parte de la Patria. La nueva Carta, no podía encerrar suspicacias que diesen pie a una nueva división de castas. Sin vacilaciones y con habilidad, el cura urdía razones en la defensa de la familia, en contra del divorcio y, a favor, de la existencia de las órdenes religiosas.
Ni siquiera, la iglesia lo percibió. Pío XI, posiblemente por un diagnóstico sesgado de la realidad política, cometía el error de culpar de la situación a todos los políticos que habían propiciado el advenimiento de la República. Más aún a sacerdotes de espíritu indómito como el abad de Beiro. Y es más que posible, que el olor de aquella sotana, no a almizcles de sacristía sino a vaho de la calle, no le permitiese observar que desde la bancada radical más que a clausurar las escuelas de los frailes, animaba al Estado a fomentar las suyas; o más que a desterrar de los hospitales a las religiosas, motivaba a formar personal laico para ejercer aquel servicio social. Aunque la jerarquía eclesiástica no lo entendiese, aún hablaba el cura. Y si cautivaba a la multitud, era porque ensamblaba, armónicamente, la majestad del derecho con las prerrogativas de la calle.
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