Fermín Bocos
Cuando Sánchez sea olvido
LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ
Hay lugares en toda ciudad que son territorios de frontera. Calles y plazas que separan mundos distintos, rentas antagónicas, historias de fortuna y desfortuna. Lo normal es que sea un río o una colina quien establezca los márgenes, otras veces son líneas imaginarias o algún hito que celebre la cosa de segmentar lo diferente con una estatua prescindible (casi todas las estatuas son prescindibles) o una rotonda (la nueva encarnación del pelotazo en este país de ladrones). Se trata de lugares-portal, que, por un lado, separan y confrontan y, por otro, unen y refrendan a los de la otra orilla. Así debe funcionar la sociología urbana, para comprender la sopa que son las ciudades, también esta Auria nuestra, que fue durante mucho tiempo un pueblecito amable y hace tiempo que ha roto sus costuras para convertirse en una catástrofe inarreglable en manos de los más incapaces de entre los incapaces.
Esta placita hermosa, antiguo patio de naranjos de la catedral, custodia de una de sus puertas mejores, convertida en taquilla para la cosa ridícula del turismo, es todo un umbral. Hasta aquí llegan los bares que vienen de la plaza del Hierro.
La ciudad vieja, que debería funcionar como un parque nacional, protegiendo con palos y piedras hasta el último clavo de la última puerta, es todavía la ciudad moral. La que aún late a pesar de todo y, por el momento, guarda la memoria de este lugar mientras la desangran alcalduchos, energúmenos especulantes y ciudadanos de aluvión. Es la Auria vieja una frontera en sí misma, con su forma de almendra-vagina, que es el cuerpo orgánico que han ido tomando los vivideros humanos desde que se empezó a roturar la tierra y se descubrió la cosa de ver salir el sol cada día desde el mismo cerro, que está por ver si fue mejor que andar en culos por ahí comiendo bayas y durmiendo entre fieras... Es la ciudad vieja la ciudad mejor. La de la arquitectura sin arquitectos. La del urbanismo sin urbanistas, la que ha domesticado el paisaje con los materiales del lugar y es la piel de la tierra replegada sobre sí misma. Cuando la mano del hombre crea milagros de proximidad con lo que tiene a su alcance y no se dedica a importar y exportar tonterías contaminantes, cementos enriquecidos, peuvecés, espumas, asfaltos, resinas cancerígenas. Todo esto lo deberían saber los señorines de patrimonio, los arquitectos, los de urbanismo y toda esa supuesta gente encargada de que este organismo milenario conserve su pasado y se abra al futuro. Figuras que en Auria, como en el resto del país, son un sonoro fracaso y certifican que no se trata solo de patanismo, que también, sino de una falta absoluta de autoestima como sociedad.
En fin. Que si hablamos de la ciudad vieja y de las fronteras invisibles es inevitable hablar de la plaza del Trigo y sus casitas de soportales. Esta placita hermosa, antiguo patio de naranjos de la catedral, custodia de una de sus puertas mejores, convertida en taquilla para la cosa ridícula del turismo, es todo un umbral. Hasta aquí llegan los bares que vienen de la plaza del Hierro (de los que quedan pocos honrados, toda vez que han elegido perder su vocación de servicio a los vecinos para consagrarse al forastero, haciéndolo todo peor y más caro) y comienza la terra incognita del gran casco viejo. Las casitas de los soportales que arrancan en la plaza, casi todas primas hermanas, con sus estructuras internas de madera, sus ventanas hermosísimas, sus locales cerrados, son la nueva marca de la zona catastrófica. Vacías y marchitas, las vemos degradarse ante la ineptitud institucional. Son la puerta de la enfermedad que infecta a esta maravillosa ciudad vieja. La ciudad les debe el reenamorarse, comprender mirándolas que lo mejor ya existe. Tan sólo hay que dedicarle amor.
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