La trampa de la intolerancia

Publicado: 04 nov 2025 - 02:40

Opinión en La Región
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A la sociedad contemporánea le gusta moverse entre la tibieza del miedo y la sobreactuación del enfado. Lo vimos con nitidez hace unos días, cuando Vito Quiles anunció su aparición en la Universidad de Navarra. El acto, a medio camino entre la provocación y el ejercicio de la libertad de expresión, terminó como el rosario de la aurora. Se podía discutir la conveniencia del lugar y la fecha, pero no la legitimidad de hablar sin que la violencia lo impida.

Los hechos son conocidos, un grupo de encapuchados uniformados de negro, irrumpió en el campus para montarla y terminaron por agredir a un periodista del diario “El Español”. La Universidad cerró sus puertas por “seguridad”, y el acto se canceló. En ese doble movimiento, violencia y miedo institucional, se condensó una lección incómoda: la libertad de expresión no se pierde solo cuando el Estado la restringe, sino también cuando la calle se la apropia.

Golpear a un periodista por lo que representa ya es grave. Que desde el poder político se aplauda la agresión, infinitamente peor. Cuando Ione Belarra o Irene Montero afirman en redes que “los antifascistas han hecho más por pararle los pies al odiador Vito Quiles que todo el PSOE”, no están defendiendo la democracia, la están vaciando de sentido.

Aquí asoma el malentendido más persistente de nuestra época: la “paradoja de la tolerancia” de Karl Popper, convertida en un dogma invertido. Popper advirtió que una sociedad abierta no puede permitir que quienes buscan destruirla usen su libertad para hacerlo. Pero también matizó: “Debemos reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia sólo cuando esta recurra a la violencia y a la represión.”

La cita suele olvidarse en su segunda parte. Y al hacerlo, convertimos un principio prudente en una licencia para la agresión. “Intolerancia cero con el intolerante”, se dice ahora, sin definir quién decide qué es intolerancia ni cómo se combate.

Y es ahí donde una buena parte de la izquierda encuentra terreno fértil para manipular el axioma a su favor. Amparada en una supuesta superioridad moral, se arroga la autoridad de decidir quién puede hablar y quién no, qué ideas son legítimas y cuáles deben ser expulsadas del espacio público. En nombre de la defensa de los vulnerables, administra la intolerancia como si fuera una prerrogativa ética. Pero quien se erige en juez de la moral termina siempre por colocar su causa por encima del debate, y con ello destruye el mismo pluralismo que dice proteger.

El caso Quiles sirve como termómetro de esta deriva. En lugar de preguntarnos por la calidad de su discurso o por el sentido político de su presencia en el campus, terminamos discutiendo si está bien o no agredirle. El debate intelectual se sustituye por una pugna tribal entre bandos que se autolegitiman en nombre del antifascismo o la libertad patriótica. En ese lodazal, todos pierden: la palabra, la razón y el respeto.

George Orwell escribió, “la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”. No hay definición más exacta ni más incómoda. Defender ese derecho implica soportar la incomodidad del otro sin recurrir a la fuerza. Si nos volvemos intolerantes con los intolerantes a golpes, a gritos o con cancelaciones, solo confirmaremos que hemos adoptado sus métodos.

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